viernes, 12 de julio de 2013

El placer de saber que existes

Miro por la ventana. Es media tarde en la ciudad. Fuera el frío, el viento y la lluvia azotan las calles sin piedad. El nerviosismo es el lenguaje que hablan los rostros demudados de los transeúntes. Cada alma agarrada a un salvavidas: a un paraguas, a un toldo, a la techumbre de un bloque de pisos… A cualquier cosa con tal de sentirse resguardada. Por todas partes conversaciones vanas y vertiginosas; apenas unos vocablos sin consistencia lanzados al vuelo en el transcurro de la carrera por evitar el frío, el viento y el riego de la lluvia. El día no permite contemplaciones pausadas; tampoco andares resueltos y tranquilos. Detrás de estos cristales todo se ve distinto: la amenaza externa acentúa el confort del hogar, lo envuelve todo en un manto de calidez y recogimiento.

Un bostezo de placer y mis párpados empiezan a entornarse. La tranquilidad y la paz me acogen en su regazo. Me tumbo en el sofá y mis ojos se cierran tan rápidamente que ni tiempo tengo para decirme “ya me duermo”. Al poco rato una voz tenue y familiar se posa sobre mis hombros acariciando las palabras con ternura. Tiene que ser la tuya, lo deseo con todas mis fuerzas. Tienes que ser tú.
—¿Quieres que encienda la chimenea? —te oigo susurrar mientras imagino una sonrisa de miel dibujada tus labios.
Vuelvo la cabeza y abro los ojos. Te veo sentada de espaldas, con las piernas cruzadas y colocando con mimo los leños en la chimenea. Bajo la cadencia de la primera llama, me levanto y aguardo unos instantes sentado detrás de ti. La atmósfera no es propensa a las palabras. Te rodeo con mis brazos. Por un instante nos quedamos absortos, abrazados en silencio y flotando ingrávidos en el ambiente bajo el dulce crepitar de las llamas.

Mis labios empiezan a acariciar con ternura tu lóbulo derecho. Una risita picarona nace de tu boca acompañada de un leve forcejeo. Prosigo con el cuello; el forcejeo persiste, se intensifica. Te levantas y te alejas corriendo por el salón. Te persigo por las sillas, por las mesas… Te atrapo y te pellizco las nalgas mientras te como a mordiscos. Risas, carcajadas estridentes... En un instante volvemos a sentarnos y a fundirnos en un fuerte abrazo. Te miro y creo descubrir en tus ojos un yo mío cuya existencia desconocía. Siento que mi mundo interior se agiganta, se expande; todo cobra un sentido y un valor incalculable. Por momentos los actos más nimios se tiñen de musicalidad y poesía, como si estuvieran bañados por una luz mágica.

Te levantas a comprobar el fuego de la chimenea. Las llamas arden alegres y los troncos crepitan con mucha más fuerza que antes. Me acerco despacio, midiendo los pasos hasta que mi mano derecha alcanza una de tus mejillas. Con los nudillos la acaricio lentamente; el tacto es suave, sedoso como la piel de un niño. Acompasadamente, voy describiendo pequeños círculos en tu piel dejando que los nudillos se deslicen con suavidad. En el ardor de tu mejilla percibo síntomas de un ligero arrobamiento. Resigo tu boca con el dedo índice y dibujo suaves contornos hasta que tu sonrisa, receptáculo de pasión y de vida, me arranca un beso arrebatado. El calor se intensifica. Estoy en mi elemento. Con urgencia de placer, te arranco el jersey, la camisa, los pantalones… Un enjambre de sensaciones.
—Despacio —te oigo murmurar. La intemperancia se detiene. Prosigo y voy besando con lentitud cada brote de piel desnuda. Un palmo media entre tu rostro y el mío. Siento las vertiginosas pulsaciones de mi corazón. Vuelvo a acariciarte, esta vez nervioso, acelerado, recorriendo en desorden el sendero de tu piel desnuda. Con un gesto tomas mi mano y me invitas a acariciar tu clítoris. Tus ojos se entornan lentamente y tu boca se frunce de placer. La expresión de tu rostro, lejos de la dulzura inicial, es ahora morbosa y arrebatada.

El nuevo estado se va gestando con cada beso, con cada caricia, con cada intercambio. Por el camino tomo tus pechos; los beso y los acaricio con suavidad. Escucho tus jadeos, tus estremecimientos. El magnetismo une nuestros cuerpos desnudos y enroscados como culebras. Las gemas del placer disparan las almas hacia un nuevo mar de sensaciones. Mi erección y tu excitación laten como un solo ser. Hacemos el amor en el suelo, en el sofá, en la silla... Nuestros cuerpos enroscados, bañados en sudor, estremecidos y exhaustos de placer. De repente despierto abruptamente, como arrancado del vientre materno. Mi ropa está empapada de sudor. Hace frío y ni rastro de ti ni de la llama. La chimenea apagada, la mañana incolora, oscura, tan fría como el lugar más inhóspito y lúgubre del planeta. Mis ilusiones se deshilachan como un muñeco de tela. El placer de mirarte, de tomarte, de saber que eras mía se ha desvanecido en este limbo de almas perdidas. Sin atender a motivos, me acerco a la ventana. Sigue lloviendo y un velo de tinieblas se cierne sobre la ciudad. Los transeúntes siguen correteando, agarrados, en su mayoría, a pobres parapetos de urgencia. Pero no todos están tristes; en la esquina de una callejuela descubro a un grupo de jóvenes pobladores de sueños que se ríen blandiendo sus brazos como espadas, derramando sus voces ante el frío, ante el viento, ante la lluvia, ante los gigantes del mundo. Hombres de barro y cemento. Ojos avizores de navegantes desde donde la vida se abre camino, con valentía, entre gritos, champagne y estrellas. Un pensamiento, un momentáneo resplandor de la conciencia. En el fondo me basta saber que existes, me basta el placer de saber que compartimos la misma lluvia.

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