lunes, 31 de octubre de 2011

Evaluación final de 4º de la ESO

Tras una mañana agotadora de clases —todas las de final de curso lo son—, a última hora del día tienen lugar las primeras sesiones de evaluación final de 4º de la ESO. La reunión a la que debo asistir es la de 4º C. Unos comentarios relajados y anodinos, algún chiste vulgar del profesor de matemáticas, nos sentamos, se reparten las listas de notas de todos los alumnos y, tras realizar las pertinentes comprobaciones, da comienzo la sesión. El tutor toma la palabra y expone algunos apuntes generales protocolarios sobre la dinámica del grupo —la mayor parte de ellos reiterados a lo largo del curso—. Concluido el trámite, la evaluación individual comienza por orden alfabético.
«Ana Álvarez, lo aprueba todo», apunta el tutor revisando las notas. «Hay que felicitarla, se lo merece», indica la profesora de catalán. Varios reafirman sus palabras gesticulando con la cabeza arriba y abajo en señal de asentimiento. «A mí me ha bajado un poco el rendimiento, pero aún así le he mantenido la nota», subraya el profesor de tecnología.
Juan Ávila es el siguiente: «Suspende física y química», dice el tutor sin levantar la vista del papel. «No hace nada en clase y además lo ha entregado todo tarde y mal. Un examen lo tiene aprobado y el otro suspendido», indica la profesora. «Puede hacer mucho más», «Es un vago», «La mía la ha aprobado de milagro», «Si no espabila, en bachillerato se estrellará», «Yo no le veo motivado», comentan por enésima vez un pequeño grupo de profesores. Algunos gesticulan corroborando sus palabras, otros guardan silencio con indiferencia. El tutor interviene: «Sí, es cierto que podría hacer mucho más. Sus padres lo saben, he hablado muchas veces con ellos sobre este tema». Mientras algunos profesores comentan en pequeño comité algunas anécdotas del curso que tienen a Juan por protagonista, el tutor se dirige en privado a la profesora de física y química. Un breve coloquio y rápidamente se le pone un cinco. Vuelvo la cabeza y por encima del hombro miro de reojo a la profesora. Leo en su rostro y advierto en su gesto inmóvil e inexpresivo, el signo inexorable de una rectificación inminente. Mientras el tutor se dirige a ella, sus facciones están completamente relajadas. Su mirada impasible es la de alguien que sabe el resultado del proceso antes de que éste haya concluido. En definitiva, el cambio de nota es un hecho tan evidente y consabido por todos, que bien podía haberse evitado la absurda corrección con bolígrafo en el papel impreso.

Tras un breve espacio de silencio, pasamos al siguiente alumno. «Borja Bonilla, repetidor». Con la lectura del nombre se escucha un leve murmullo y algunas risitas cómplices. «Borjita Borjita, al final le he acabado cogiendo cariño al chaval, y eso que no me aprueba un examen ni a la de tres», exclama sonriente el profesor de matemáticas con sus manos apoyadas en su portentosa barriga. Y añade: «No creo que sepa ni las tablas de multiplicar». «A mí me hace más de treinta faltas de ortografía en cada examen, pero como sólo puedo restarle dos puntos, al final me ha aprobado con un cinco raspado», apunta el recién llegado sustituto de lengua española. El tutor retoma la palabra: «Borja suspende matemáticas, inglés, física y química y ética». «¿Sólo suspende cuatro?», pregunta perpleja la profesora de física y química. «Madre mía» añade a continuación en voz baja, en un tono que resume a la perfección su posición mezcla de frustración y escepticismo ante la insensatez y degeneración del sistema.
«Yo le he aprobado con un cuatro», responde el de tecnología. Su comentario se pierde en el aire y empieza el repaso de las asignaturas suspendidas. Soy el primero, pero como la ética es lo que se llama una "asignatura María" -o "asignatura fantasma"- es decir, que se puede asustar al alumno suspendiéndole durante el curso pero que al final siempre se le regala, Borja Bonilla pasa automáticamente de cuatro a tres asignaturas suspendidas.
Es el turno de física y química: «En mi clase no ha hecho absolutamente nada en todo el curso. Tiene un cero en todos los exámenes, nunca ha hecho los deberes y no ha entregado ninguno de los trabajos que le pedí pese a haberle concedido varios aplazamientos», afirma con contundencia la profesora, aún siendo plenamente consciente de cuál será el veredicto final.
Se hace el silencio. Ni siquiera el psicólogo puede alegar nada al respecto. ¿Acaso hay algo que justificar? No se puede. Nadie puede. El tutor lo sabe y, levantando la cabeza, busca otros aliados. En este caso su tabla de salvación pasa por la profesora de inglés «¿Tú cómo lo ves?», le pregunta en tono condescendiente. «Bueno tiene un tres con cuatro de nota media», afirma con boca de piñón mientras resigue ayudada por el dedo índice y con la mirada petrificada las notas de su libreta. El tono de sus palabras denota una evidencia: la cosa va a arreglarse aunque sea con embudo. «En los exámenes tiene un uno y un dos y medio, pero con los ejercicios y la actitud, le queda un tres con cuatro. Le he puesto un tres pero bueno… que podría ser un cuatro», indica mirando al tutor con una vocecilla insegura de oveja apaleada.
En ese instante interviene el siempre elegante y atractivo psicólogo; sabe que es su momento: «No os olvidéis que el chico tiene problemas serios: hace poco sus padres se divorciaron, su madre friega escaleras todos los días y su padre, que se pasa media vida en el bar, tiene a Borja completamente desatendido. El chico se pasa todo el día en la calle o delante del ordenador. Lo ha pasado realmente mal». «Pues en las clases se le ve la mar de feliz», añade el siempre despreocupado y alegre profesor de matemáticas. «Eso no es así», interrumpe la profesora de catalán. «En realidad lo que hace es buscar constantemente la atención de los demás. Borja tiene un vacío emocional muy grande», afirma en un tono acaramelado de gata maula. Cada vez que abre la boca una bilis intensa como la diarrea me corroe por dentro. Tras su apología exculpatoria, levanta la vista y se dirige al psicólogo buscando su aprobación. Éste asiente apesadumbrado y prosigue con su argumentación. En el centro de la escena, se le ve crecido y seguro de sí mismo. Sus palabras se deslizan ahora con finura y elegancia a través de sus envidiables labios carnosos, mientras su mano derecha acaricia con suavidad su pelo castaño y liso. «Es evidente que su comportamiento y su falta de aptitud está muy marcada por los condicionantes que os he expuesto, por eso creo que deberíamos tener muy en cuenta su situación a la hora de evaluarlo». «Entiendo que su situación sea muy difícil, pero ¿cómo vamos a aprobarle el inglés con un uno y un dos y medio en los exámenes?», interrumpe el joven sustituto de lengua castellana». «Pobre ingenuo», pienso para mis adentros mientras le doy una palmadita en la espalda. «Si no le aprobamos, ¿adónde irá? ¿Qué hará con su vida? Yo creo que deberíamos tener un poquito de corazón», responde la profesora de catalán imponiendo a la fuerza una ridícula esfera melodramática y tachando a su vez, desde el sentimentalismo más vulgar, cualquier opinión contraria. Más allá de desaprobar sus palabras, la desprecio con la mirada. Desprecio todo lo que es, todo su ser al completo y por supuesto la farsa que representa a diario. «¿Tú qué opinas?», pregunta el tutor fijando la vista en el último de los jueces. Evidentemente el cuatro de inglés ya se da por hecho y por supuesto el aprobado de la asignatura. «Mira, el chico está suspendido y, sinceramente, no aprobaría un examen en el resto de su vida ni aunque le dejara copiar. Si lo que queréis es saber mi opinión, a mí me da igual, haced lo queráis», responde con una evasiva el profesor de matemáticas.
Tras un espacio de silencio, el tutor vuelve a tomar la palabra: «A ver, para no retardar más el asunto, que vamos mal de tiempo. Todos sabemos que el chico tiene una situación muy delicada en su casa. Es repetidor y, por lo que sé, no tiene intención de hacer bachillerato. Tampoco creo que sus padres le obliguen a ello. En todo caso hablaré con ellos». «Hay que orientarlos, hacerles comprender lo que su hijo necesita» añade el psicólogo. La profesora de catalán asiente ceremoniosamente y se suma a la coletilla de su compañero con una de sus píldoras pseudofilosóficas nauseabundas: «Qué importante es la comprensión para el género humano. Comprendernos los unos a los otros es la clave de la existencia». En su expansión filosófica, sus ojos están fuera de sus órbitas y su mirada parece extraviada en un horizonte muy lejano. Pero que pronto regresa de él la maldita musa. Ya podría perderse en el Olimpo de su letrina pseudofilosófica y no regresar jamás. Pero no, aquí la tenemos de nuevo, enfocando con su mirada la misma mesa que yo contemplo. Y encima el psicólogo asiente a su perorata con un gesto refinado de máxima distinción y vuelve a acariciar su pelo. La escena no puede ser más bochornosa. «Estoy de acuerdo con lo que decís», añade el tutor. «Además, hay que tener en cuenta que si le damos el graduado a Borja, lo único que va a hacer es buscar trabajo o intentar entrar en algún módulo de formación. Todos sabéis cómo es, él no quiere estudiar Bachillerato». «Vender pipas es lo que va a hacer», interrumpe el profesor de matemáticas en tono de sorna. «Pues que sea un vendedor de pipas sin título hombre, ¡que ya está bien!», contesta irritada y descompuesta la profesora de física y química. «Si adoptamos esa actitud le estamos condenando», responde el psicólogo en un tono sereno no exento de desaprobación. «Oye, perdona, que se ha condenado él solito», matiza con ironía la profesora. A mi lado, el recién llegado profesor de lengua española no para de morderse los labios y las uñas en señal de una terrible inquietud. Alto, joven y robusto como una pared, parece un tigre enjaulado en un zoológico. ¿De que le serviría rugir? De nada, bien que lo sabe, por eso opta por callar. Quizás algún día deje de hacerlo. En todo caso, sabe que este no es su momento.
Un espacio de silencio para calmar los ánimos precede a la resolución final. Todo es apariencia, pues indudablemente todos conocemos el veredicto. Firmemente decidido a zanjar favorablemente el asunto, el psicólogo vuelve a intervenir: «Está en nuestra manos ayudar al chico, creo que tendríamos que darle el graduado», sentencia con un falso condicional, mirando con dulzura humanitaria a ambos lados de la mesa. Algunos asienten, otros pasan olímpicamente. Ni un sólo reproche más. Vamos con retraso y a nadie le gusta gastar saliva inútilmente para encima llegar tarde a comer. «¿Alguien tiene algo más que decir?», añade el tutor. «No, y venga, pasemos al siguiente que se nos echa el tiempo encima», afirma el profesor de matemáticas con las manos en la barriga.

viernes, 14 de octubre de 2011

Lo nuevo y lo viejo, lo conocido y lo desconocido

Se acerca el fin de semana. Me levanto el viernes por la mañana feliz, con la expectativa de alcanzar en estos días de fiesta las cotas de emoción, euforia y felicidad que nos llevan a percibir la vida como algo extraordinario. El viernes transcurre sin más; sin emoción ni frescura. Llega el sábado. Me levanto y de nuevo todo lo que sucede es previsible, desapasionado y trivial. Por la tarde me revelo ante la tiranía del ordenador y salgo a pasear. Las expectativas del paseo son desalentadoras pero debo escapar de casa, de la monotonía, aunque sea para volver a recorrer el mismo paseo de Blanes que desemboca en el río Tordera.

En el transcurso del paseo algo extraño acontece, algo imprevisible dentro de la dinámica de lo previsible. Hace mucho viento y el mar está embravecido. El paseo me anima, extiendo los brazos y percibo por momentos una sensación extraordinaria de vuelo. El viento silba y agita mis cabellos con fuerza. Con mi pierna sana bailo su canción y mi excitación va en aumento. Cuando ésta decae, bajo a la arena y me siento en una roca muy cercana al mar. La calma que prosigue a la excitación se va deslizando por todo mi cuerpo y siento que el murmullo del viento y el batir de las olas abrazan mi reposo. En el ocaso del sol de última hora de la tarde, saco la libreta y empiezo a escribir y a soñar a partir de algo que, aunque es meramente rutinario, ha dejado de serlo para convertirse en algo extraordinario.

Pienso en mis grandes amigos y en mi madre. Pienso en esas personas que nos acompañan todos los días y a las que conocemos —o creemos conocer— demasiado bien. Éstas ya no nos sorprenden ni nos maravillan como antes; en ocasiones, incluso las aborrecemos. Están siempre ahí, lo sabemos, por eso hemos dejado de buscarlas. Quizás si se alejaran de nuestro lado, si dejaran de pertenecernos, entonces comprenderíamos lo extraordinarias que son en realidad. Lo mismo sucede con este paseo, el mismo que he recorrido en los últimos treinta años de mi vida y que en incontables ocasiones he percibido como monótono, estéril y aburrido a pesar del mar, el viento, las olas, el sol, la tranquilidad… A pesar de todo. Hoy lo exploro de nuevo y floto por él como lo haría bajo el estímulo de una tierra lejana y desconocida.

Aunque no lo percibamos, ni las cosas ni las personas que nos rodean se mantienen inalterables. Somos nosotros quienes las fijamos en un marco de percepción fijo desposeyéndolas de todo su encanto y evolución permanente. Las gastamos y desvalorizamos en esa percepción reiterada.Es evidente que en ocasiones hay que romper, alejarse, porque en la distancia no sólo sentimos la añoranza y la consecuente revalorización, sino también la ruptura con ese pernicioso anclaje sinóptico-simplificado de nuestra percepción de lo conocido. De esta forma, podemos comprender que la emoción, la pasión o el entusiasmo no son patrimonio exclusivo de lo desconocido, sino también de lo conocido.

Quizás la lección más importante sería aprender que no es necesario alejarse de las cosas conocidas y compararlas con otras desconocidas —que por el simple hecho de ser nuevas parecen mejores— para comprender su valor real y todo lo que pueden ofrecernos. Hay que andar y desandar continuamente. Leer y releer para volver a abrazar todas aquellas cosas que un momento determinado nos parecieron hermosas, ya que en el fondo, nunca han dejado de serlo. El reto más importante de la vida está en la continua renovación interna, y ésta no puede depender sólo de grandes proyectos orientados hacia lo desconocido, sino también de nuestra capacidad de revisión y reactualización de lo conocido. Lo nuevo atrae por el simple hecho de que es nuevo, pero pronto pierde su valor como novedad; entonces nos amparamos en la perspectiva futura de un porvenir sobre el que proyectamos todas nuestras ficciones, ilusiones o fantasías. Lo nuevo que vendrá nos ilusiona y sobre ello nos objetivamos falazmente. Así es como lo conocido, lo cotidiano se convierte en algo anodino, trivial y pierde todo su valor.

En mi opinión, esta imperiosa necesidad de lo nuevo es el síntoma decadente de una cultura mercantil que navega en el vacío y que arrastra a toda una marea de sujetos empobrecidos individualmente e incapaces de transformar y renovar nada de cuanto ven a su alrededor. Por eso sólo la novedad puede satisfacerlos. Y para justificarse, se acogen al tópico de que el hombre es un ser insatisfecho por naturaleza que siempre ansía más de lo que posee. Tristemente ignoran que dicha filosofía de vida no es más que una impostura inculcada por las altas esferas de una cultural industrial que pretende asociar el progreso al cambio y a la renovación material y cuya profunda decadencia espiritual nos impide ver lo extraordinario, lo hermoso y lo mágico de lo comúnmente conocido.

miércoles, 12 de octubre de 2011

La Tarjeta de crédito infinito (1er capítulo)

Despedido de la factoría de armas en la que había trabajado los últimos 30 años, abandonado por su mujer, sin familia y con una salud verdaderamente atroz, poco le quedaba a Jacques por hacer en esta vida. Recién cumplidos los 50 y sin nadie con quien celebrarlo, compró una botella de champagne, la descorchó y decidió poner punto y final a su andadura; dicho de otra manera, renunció a seguir participando en el mantenimiento y la prosperidad de Colonia, su patria, su gran amor, la tierra a la que había entregado su alma.

Nuevas ofertas del sector armamentístico fueron efectuadas y rechazadas de inmediato. Tras ellas vino el chantaje, pero como Jacques no tenía nada que perder éste se quedó sin su gas y cafeina. Finalmente llegaron amenazas de tortura, de amputación de brazos y piernas e incluso de castración, pero todas resultaron en vano. Jacques lo había decidido: no trabajaría ni un minuto más, sólo gastaría y gastaría hasta consumir todo su dinero y la poca salud que le quedaba viajando por todo el mundo. Su pierna izquierda y su oído derecho le martirizaban, pero poco le importaba en realidad. Si había renunciado a seguir contribuyendo al éxito de su patria, como no iba a renunciar también a su cuerpo y a su propia vida.

En el aeropuerto, sin reflexionar el "a dónde" el "porque", sacó un billete de avión en dirección a Liberty City (la gran capital de Colonia). En ella todo era posible, cualquier sueño podía realizarse. Sin embargo el espíritu castrado de Jacques estaba desposeído de todo anhelo y esperanza, por lo que su visita a Liberty City se presentaba como una gran paradoja irresoluble. ¿Qué hacía Jacques allí? Ni él mismo lo sabía.

Desde el momento en que aterrizó, Jacques bajó del avión y, sin recoger su maleta de la zona de equipajes, salió del aeropuerto e inicio la marcha. Caminó durante 17 horas seguidas sin rumbo ni destino, sin pararse siquiera a comer, orinar o descansar las piernas. Dieciocho horas más tarde, transitando por una gran avenida del centro, la pierna de Jacques bloqueó el rumbo de la marcha. En ese instante, el armero se desplomó completamente desvaído y para su desgracia, su caída tuvo por emplazamiento un charco de orina de perro. Algunos transeúntes se apartaron aterrados, una mujer se sofocó y salió corriendo; otros aprovecharon la ocasión para expresar su humanitarismo lanzando monedas a las piernas de Jacques. Al poco rato la gente ya transitaba indiferente al cuerpo caído. Pasaban las horas y el viejo armero no daba señales de vida. En apenas un día y medio, su ropa vieja de pueblo se había convertido en un lastimero andrajo y su pelo canoso y grasiento con una espesa barba grisácea le infundían un terrible aspecto de mendigo hambriento y desarrapado.

Cuando a primera hora de la mañana las paradas del mercado se instalaron en la avenida y el tráfico de mercaderías se vio entorpecido por la presencia de aquel ser harapiento tirado en el suelo, un par de tipos se acercaron al cuerpo y, tras comprobar que seguía vivo, decidieron llevarlo a un sitio más seguro para que -según dijeron- nadie pudiera causarle ningún daño. Uno de ellos lo agarró por las piernas, el otro por los hombros y entre ambos lo subieron a la parte trasera de un camión de mercancías. El hospital quedaba lejos, así que ambos convinieron que mejor sería llevarlo a una calle inhóspita de los barrios bajos de la ciudad. Allí estaría a salvo. Si algo había contribuido al éxito y al progreso de Colonia era el apremiante sentido del tiempo, bien lo sabían aquellos mercaderes, por ello, para no perder ni un minuto más decargando cuidadosamente a Jacques, uno de ellos lo arrojó por la puerta trasera del camión con el vehículo en marcha en una posición que impidiera el desnucamiento. La callejuela en la que aterrizó era estrecha y con una pendiente descendiente muy pronunciada. La saturación de bolsas de basura en el suelo era tal que apenas se atisbaba el pavimento. Aún así, en su caída, Jacques tuvo la mala fortuna de aterrizar en el suelo y no en una de las cientos de bolsas de basura que había y que hubiera amortiguado el golpe. El impacto en el hombro fue terrible por lo que el armero despertó al instante de su inconsciencia. El dolor que sentía en las articulaciones era tan fuerte que empezó a palpar bolsas de basura de su alrededor en busca de aquellas que fueran blanditas y pudieran servirle de apoyo para sus extremidades dañadas. De las 20 o 30 que palpó, escogió dos de ellas para apoyar el hombro y la pierna maltrecha. A través de una de las ventanas abiertas de la callejuela sonaba el himno de Colonia. Con el hombro y la pierna bien apoyados, bajo el sonido de aquella admirable melodía que tantos recuerdos le traía, Jacques se relajó profúndamente y se quedó dormido. Soñó cosas extraordinarias, proezas sólo dignas de un gran héroe, de alguien que cambiaría el signo de la historia. Despertó en el instante en que un perro negro muy peludo le lamía la cara. El animal no llevaba collar y por su aspecto sucio y maloliente parecía estar abandonado. Sus movimientos de rabo y su forma de jadear sacando la lengua provocaron en Jacques una gran sonrisa y alegría. Aquel perro era sin duda la mejor compañía que había tenido en los últimos años. Revolviendo entre las bolsas de basura en busca de algo de comer para el chucho, Jacques quedó paralizado por un instante. Tuvo que golpearse con fuerza el hombro y sentir de nuevo el dolor punzante de la articulación para saber que no estaba soñando. Entre las bolsas de basura había una tarjeta muy extraña que brillaba como un lingote oro. En el momento en que la tomó entre sus manos, un escalofrío violento recorrió su cuerpo. En la tarjeta estaban impresos su nombre y apellidos. ¿Cómo era posible? Olvidándose de su dolor, Jacques dio un brinco y se alejó asustado de la tarjeta y del vertedero de basuras. Entonces una una voz seca y metálica le habló al oído: "todo lo que te ha sucedido era necesario para que llegaras a mí". Jacques caió al suelo aterrado pero por primera vez en mucho tiempo, no sintió ningún dolor. Se levantó extrañado y fue en busca de la tarjeta. Entonces sucedió algo asombroso, algo que el armero no podía comprender pero que sin duda sabía: la tarjeta estaba en el bolsillo derecho de su pantalón. Metió la mano, la sacó del bolsillo y la examinó maravillado. Aquella parecía la joya de un gran emperador. ¡Y además tenía su nombre impreso! ¿Qué podía significar? Jacques se resistía a creer que aquello fuera real, aunque no volvería a golpearse el hombro para comprobarlo. Con la tarjeta en la mano, mientras la contemplaba con fervor, Jacques sintió de repente la irrupción de una vitalidad extraordinaria. Sus neuronas fluían con avidez y sus articulaciones volvían a responder con la fuerza y vigor de la juventud. Ni siquiera el oído derecho que tantas noches en vela le había causado, le provocaba ahora el más mínimo malestar. Jacques lloró de la emoción y a continuación empezó a reír a carcajadas como un loco. Estaba fuera de sí, no podía creer que aquel prodigio le estuviera sucediendo a él. De nuevo intentó persuadirse de que no estaba soñando, y lo consiguió rompiendo los cristales de una ventana con una bolsa de basura. “Todo es real” se dijo gritando frenético a pleno pulmón. El perro le miraba sentado y seguía jadeando con la lengua fuera. “Seguro que con esta tarjeta puedo conseguir comida y bebida”, pensó. Entonces sucedió algo asombroso: el instinto de Jacques tomó las riendas y le llevó a Mc Fullands, el restaurante más frecuentado de la ciudad cuya franquicia se había extendido por todo el mundo. En la ciudad había más de 50 Mc Fullands, por lo que el armero apenas tuvo que recorrer un par de manzanas para llegar a uno de ellos. Y lo hizo en un estado como de trance, como si estuviera poseído. Ni en la pierna, ni en el hombro sentía el más mínimo dolor. Se movía a gran velocidad como un sonámbulo esquivando inconscientemente todos los obstáculos que se ponían a su alcance. Tras él, el perro le seguía a la carrera fiel a todos sus movimientos.

Al plantarse ante la puerta y despertar a nivel consciente, Jacques volvió a llorar de la emoción. Una vez más se había cumplido su deseo, estaba en la puerta de Mc Fullands, su restaurante favorito. Al entrar vio que la cola de espera ascendía a más de 50 personas. Empero, el efecto de su entrada fue fulminante: la sala enmudeció y como si de Moisés se tratara, las aguas se abrieron a su paso. La gente se apartaba en una mezcla de asombro y estremecimiento. Jacques quedó nuevamente perplejo ante semejante prodigio. Cabizbajo cruzó el establecimiento y se dirigió a la barra. A medida que avanzaba, los clientes se apegaban los unos a los otros juntando sus caras y sus cuerpos formando un gran ovillo. Las mesas se habían vaciado y todos se hacinaban en un pelotón en la esquina del restaurante. Mientras el perro olisqueaba y comía patatas del suelo, Jacques se acercó a la barra y realizó un pedido.
-Un Special Mac Fulland con patatas, Coca-Cola y salsa de siete quesos. -expresó tímidamente- Lo mismo para mi perro.
-Si, señor- afirmó tembloroso uno de los dependientes.
Entonces Jacques sacó la tarjeta de oro para pagar y el dependiente retrocedió unos pasos atemorizado.
-Cóbrese- dijo el armero.
- Sí señor- balbució el asustado dependiente.
En el instante en que sus manos palparon la tarjeta, una vorágine frenética de imágenes y sensaciones de éxtasis sacudieron al pobre empleado. Entonces se tambaleó y cayó al suelo. El otro trabajador, desdeñando por completo a su compañero caído, le sirvió la comida a Jacques a toda prisa y con el máximo de cuidado. Pedido en mano, el armero salió del establecimiento untando sus patatas en la salsa de siete quesos y lanzando al perro una hamburguesa especial Mc Fulland. La tarjeta había vuelto a su bolsillo.

jueves, 6 de octubre de 2011

Mi vida es una cloaca

Mi vida es una cloaca, pero no una cloaca sucia y pestilente no, no lo crean. La mía está limpia y ordenada, sin una mota de polvo. Muy avispado hay que ser para advertir que lo que en apariencia es una patena, en realidad es una maldita cloaca igual de pestilente que las demás.

Suena el despertador. Son las 7 de la mañana, hora de levantarse para ir a trabajar.
-¿Has dormido bien cariño? -pregunta mi mujer con la más absoluta inercia exenta de toda emotividad-. Miento y asiento:
-Como un tronco cariño.
Más del 90 % de palabras que intercambio con ella están teñidas de fingimiento. El otro 10 % son respuestas monosilábicas del tipo: sí, bien, Juan, voy….

Mientras mi mujer se viste, yo hago el remolón en la cama. El día se presenta gris y nublado. De nuevo se avecina tormenta pero ésta nunca llega. Todos los días desearía que estallara y lo anegara todo como en el diluvio universal, pero sé nunca gozaré de tal privilegio.Incluso el pronóstico de tormenta se ha convertido en algo previsible y rutinario. Al final todo se reduce a un día gris tras otro, algún chispeo de lluvia y una monotonía eternamente estéril y putrefacta.

Tumbado boca abajo y con la almohada en el cogote, siento el terrible peso del sueño abrupto y descompuesto de la noche que me martillea la cabeza y los párpados. Así transcurren todas las noches de mi vida: aguijoneado por los ronquidos de mi mujer, el ladrido de los perros del edificio (el bloque alberga más de 100 viviendas), el tráfico de capital, el ascensor que sube y baja y mi cabeza que nunca ha dejado de preguntarse puerilmente sobre el sentido de esta miserable existencia.

El dolor de cabeza me flagela pero también éste es rutinario, como lo son mis gimoteos matutinos en el lecho o el goteo de la lluvia. Al final siempre me pongo en marcha: abro el armario, el mismo traje, los mismos zapatos, la misma desidia para vestirme. En el espejo se encuentra mi mujer, en un estado como de trance, alisando su ordinaria melena lacia. De nuevo la contemplo como todos los días: buscando algún brote milagroso de atractivo en esa silueta enjuta y plana como el palo de una escoba. Mi atracción hacia ella siempre ha sido nula. Tampoco he podido aspirar a nada mejor. Supongo que lo mismo podría decir ella de mí pues ni el atractivo ni el peculio (los dos principales estandartes de nuestra sociedad) forman parte de mis credenciales. Aún con todo soy banquero y gano algo de dinero, por eso he podido casarme.

Como en la primera ley del movimiento de Newton –según la cual todo cuerpo persevera en un estado de reposo o movimiento uniforme y rectilíneo a no ser que sea obligado a cambiar de estado por fuerzas impresas sobre él- el movimiento de mi mujer es siempre rectilíneo-uniforme. Jamás se desprende de ella señal alguna de titubeo, resistencia o insatisfacción. El rozamiento -esa fuerza opuesta al movimiento que se manifiesta en la superficie de contacto de dos cuerpos siempre que uno de ellos se mueva o tienda a moverse sobre otro- no existe en nuestro matrimonio. Hace meses que no la toco. Ni siquiera la rozo. Ni un beso, ni una caricia, nada. Ni recuerdo los años que hará que no hacemos el amor. Lo más irónico del asunto es que uno de los motivos que me llevó al matrimonio fue la convicción férrea que, quien no pertenece a algo estable y duradero, acaba sufriendo la peor de las agonías.

En efecto, me casé escudado en una falaz ilusión que no tardó en desmantelarse. Muy pronto entendí que mi matrimonio había nacido caduco, ajeno a toda esperanza. Contrariamente a todas aquellas parejas que sueñan a diario con un porvenir ilusorio en el horizonte -que estudian más de 15 años para que un día… que trabajan media vida para que un día… que se sacrifican por sus hijos para que un día…- mi matrimonio nació ya sin esperanza. ¿Acaso tiene sentido ampararse en falsas quimeras que no responden sino a directrices ideológicas de un mundo instrumentalizado? ¿Tiene sentido agarrarse a un sinfín inagotable de estrategias para huir de la caducidad y la finitud? ¿Acaso la sistematización, el molde, la rutina, no evoca ya a la decrepitud de un recorrido vital infructuoso y de una temporalidad baldía? Nuestro presente es ya un presente caduco, una instancia temporal que se disuelve en la nulidad y el vacío, que no puede objetivarse y que falazmente se ampara en un futuro próspero tan nulo y vacío como el presente mismo.

Terminada su actividad ante el espejo, mi mujer recoge la ropa de la habitación mientras yo hago la cama siguiendo sus instrucciones (tras 15 años de matrimonio sigo recibiendo instrucciones para todas las tareas domésticas). Bajamos a desayunar. Yo con mi taza negra y mis galletas María (no es que me gusten, simplemente es lo que hay) y ella con su taza gris y sus copos de avena seca que ingiere a palo seco, sin una gota de leche. Ambos nos sentamos con la espalda recta, la cabeza erguida y las piernas dobladas en ángulo recto. No hablamos, sólo procedemos. Al terminar el desayuno cada objeto regresa a su lugar, al mismo que le fue asignado el día que empezamos a vivir en este piso.

A ninguno de nuestros actos le acompaña nunca un comentario que tenga por objeto el acto en sí mismo. El acto no se cuestiona, no se discute. EL acto, es el acto, es la vida y la vida no es filosofía. Nunca hay lagunas ni paréntesis reflexivos en las directrices de nuestra rutina. Dentro de los parámetros de una inercia estéril e incorruptible, de una monotonía que tiene por fin la perduración y el inmovilismo, la pregunta por el objeto no tiene sentido. ¿Acaso la vida lo tiene?

-Prepárate, hay que ir a trabajar -afirma mi mujer a modo de sentencia.
La economía y la eficiencia de su lenguaje –sin lagunas o divagaciones filosóficas improductivas- es la misma que ofrece en todas sus actividades. Sus movimientos son directos, firmes y decididos. Mi mujer siempre sabe lo que quiere y hacia adonde quiere dirigirse, por eso jamás se ha saltado un escalón. Tampoco ha subido nunca dos escalones con el mismo pie. Nunca ha descendido, nunca ha tropezado o vacilado a la hora de ascender. Todas sus acciones tienen un sentido, persiguen un fin, por eso hablamos de un perfecto ejemplar para la estadística, de un modelo de eficiencia para la sociedad capitalista, tanto en su hogar como en la empresa de productos lácteos en la que ocupa un cargo directivo de primer orden. Ni una sola falta, ni un sólo retraso y por supuesto no se ha quedado embarazada por la gracia divina –un hecho que fue tomado en muy alta consideración por los altos cargos de su empresa que decidieron ascenderla-. Por todos estos motivos, mi mujer siempre ha sido muy querida y reconocida por todo el mundo.

En mi caso, el mismo proceso rutinario e inerte sigo todos los días de mi vida, aunque a diferencia de mi mujer, yo vivo sometido a recurrentes trastornos biológicos y psicóticos sin importancia (insomnio, delirio, desasosiego febril, estrés, agotamiento, angustia, nauseas, vomitas, picores...) Definitivamente, a estas alturas puedo decir que me he acostumbrado a no acostumbrarme a tales desajustes, por lo que opto por sufrirlos con absoluta indiferencia, asumiendo la naturalidad de tales efectos. Aún recuerdo años atrás la visita a un prestigioso psiquiatra y el diagnóstico que tenía por resolución un tratamiento de 20 pastillas diarias. "Si usted escucha y obedece se curará" me dijo el muy cabrón. Escuché y obedecí. Durante dos años me tomé las 20 pastillas diarias. Aquello palió algo los síntomas y empecé a dormir del tirón 6 horas al día, aunque perdí las erecciones y tuve que dejar de masturbarme en la ducha. Finalmente mi cuerpo se acostumbró a la dosis y las pastillas dejaron de hacer su efecto. En una segunda visita, mi psiquiatra aumentó a dosis a 40 pastillas diarias. Desistí en el intento - “el mundo es un absurdo, doctor no merece la pena luchar por la curación”- y le dejé las recetas encima del escritorio.

Una de las paradojas más grandes que mi existencia es que mis pensamientos siempre han volado lejos de este mundo mientras mis acciones se arrodillaban ante él. A veces me consuela la idea de que ya es demasiado tarde para cambiar –en realidad, siempre ha sido demasiado tarde- o que de nada sirve intentarlo pues toda fórmula humana está condenada al fracaso. Nunca he podido frenar el azote violento de mis pensamientos pero tampoco la inercia irremisible de mi alienación. Soy demasiado cobarde y farsante. Un fantasma, un espectro de vida, ni siquiera un antihéroe o una mala imitación de Bartleby o Bernando Soares. Por lo menos ellos son grandes mitos literarios, seres admirados como ficciones. A mi nadie puede admirarme pues ninguna cualidad poseo –ni heroica ni antiheroica- que merezca ser admirada. La gente ya no habla conmigo y los clientes de la sucursal siempre que pueden escogen otra ventanilla para la revisión de sus cuentas. No me importa, de hecho, si pudiera me levantaría y les aplaudiría, pero incluso para humillarme a mí mismo soy cobarde.

Alguna vez he pensado en suicidarme, pero este hecho tampoco cambiaría mucho las cosas. Al final he optado por encerrarme todos los días en el cuarto de baño con el pestillo corrido simulando estar en pleno proceso de defecación. Alguna vez también opto por golpearme la cabeza contra la pared, aunque mi afición predilecta es la de bajar la basura y meter la cabeza en el cubo aspirando el hedor de todas las bolsas que se hacinan en él. Aunque no lo crean, el olor a descomposición y excremento me relaja profundamente. Sólo entonces suspiro de alivio y me siento vivo, me siento regresar a la cloaca de la que provengo.

sábado, 1 de octubre de 2011

Cada vez que escribo

Cada vez que escribo lo hago desde una ventana al mundo y a mi propio ser. Nunca de manera uniforme y ordenada, nunca desde el cálculo y la premeditación. Comprendo la creatividad estrictamente planificada y reglamentada, pero no la comparto. Escribo en el deambular de la vida sobre impresiones que se configuran de la forma más imprevisible, nunca des del aislamiento y la planificación de una cámara oscura. Escribo lo que siento, lo que soy.

Nunca sé si lo que escribo es bueno o malo. Sólo sé que escribo y que sueño felizmente cuando lo hago. Aprendo a disfrutar de las cosas no por lo que son, sino por cómo me las represento en mi imaginación. De mis palabras nacen ilusiones renovadas, y percibo en ellas ese fervor que crece con cada línea, con cada examen de mí mismo. No hay paisaje ni rutina que me importe más allá de aquel que soy capaz de recrear en mi espíritu. Siento que todo puede poetizarse, que todo es susceptible de ser soñado. No hay límites en la escritura, sólo una predisposición, una formación y un despertar en la conciencia. En realidad, cualquier conciencia viva es potencialmente propensa al ejercicio de la escritura, cualquiera puede trasladar al papel lo que en realidad es un ejercicio de su mente y su imaginación viajera.

En ocasiones, paseo por las calles de Barcelona y siento que puedo escribir sobre cualquier cosa que se ponga a mi alcance. Percibo las palabras flotando en el aire por encima de las cosas, esperando que alguien les de forma, color y estructura; las siento brotar y desvanecerse dentro de mí; por eso me detengo a cualquier hora y en cualquier lugar para transcribir inmediatamente lo que entiendo no tardará en disiparse.

Siempre sometido al examen de lo imprevisible, mis ideas brotan inopinadamente en el lugar más indiferente, en el instante más inesperado. De la lectura de un libro, de la contemplación a través de la ventana o de un simple paseo por la calle; de cualquier instante puede germinar una idea, cualquier momento puede convertirse en el más oportuno.

Nunca recuerdo lo que en un pasado escribí, pues me siento crecer y evolucionar. Me sé finito y caduco, por eso cuando me releo, en ocasiones no me reconozco. Con el tiempo mis palabras han desertado de mí, se han exiliado acompañadas de un sentimiento que -como el amor o el dolor- siempre es pasajero. Me busco permanentemente pero nunca acabo de encontrarme. Todo mi ser es vano, diverso y fluctuante, por eso cuando escribo, no me dibujo nunca más allá del instante.

Encuentro

Un martes de aquel mes de Noviembre de 1999, una presencia inesperada e ineludible iba a alterar por completo el curso natural de mis sensaciones y percepciones. Subí al tren por la mañana -más bien cansado y aletargado- y me dispuse a dar una pequeña cabezada en mi zona de retiro habitual antes de retomar el ritmo incesante de mis lecturas. Desperté al poco rato y tan rápido me predispuse a la acción -como si aquella cabezada hubiera supuesto una pérdida de tiempo irreparable- que ni me percaté que el tren todavía se hallaba detenido en el andén de la estación. Al poco rato sentí la voz de un revisor cerca de mí. Fue como arrancarme de un estado de trance hipnótico, el mismo en el que se hallan las personas que emprenden su labor compulsivamente, con una mezcla de afán de perfeccionismo, insatisfacción y un cierto sentido de culpabilidad por el tiempo desperdiciado en acciones vanas. EL revisor se disculpaba por las molestias y anunciaba que el tren arrancaría en breves instantes. Desconcertado, miré el reloj y adevertí que el tren arrancaría con 25 minutos de retraso. -¿En que mundo vivo?- pensé. Desazonado, proseguí la lectura esta vez alternando con fugaces y distraídas observaciones del entorno. Sentía algo inusual dentro de mí, una sensación de agitación extraña, como si aquello fuera una premonición de lo que en breve iba a ocurrir.

A medio camino de la capital, cuando el punto de lectura de Montaigne se hallaba en el ensayo -sobre cómo el alma descarga sus pasiones en objetos falsos cuando los verdaderos le vienen a faltar-, levanté un instante la vista y me pareció advertir que alguien me miraba. Una presencia voluptuosa se me hizo latente. Su mirada era retraída y penetrante, con un gesto que despertaba en mí un sentimiento de inefable pasión y candoroso salvajismo. Alimentando la ilusión al límite, desee profundamente que aquella mirada me tuviera por objeto. La sentí dentro de mí, como cuando las miradas de los seres con los que soñamos se posan sobre nosotros. Su imagen había aparecido de la nada, como surgida de un mar de nebulosa. Era una chica de apariencia juvenil, con uno de los rostros más dulces y hermosos que yo había contemplado jamás. Tenía los ojos del color de la tierra y un cabello castaño y rizado que resplandecía reluciente con el reflejo de los rayos del sol que atravesaban la ventana. Sus labios carnosos y su piel tersa y blanquecina, fijaban en ella un retrato de tanta dulzura y afabilidad que me aturdía. Sentí profunda envidia del sol que acariciaba con dulzura su piel y sus cabellos. Contemplando con fervor aquel rostro puro y cándido de mirada penetrante, un vago recuerdo me sobresaltó y me turbó; era algo remoto, una sensación olvidada pero no ignota. Quedé paralizado por un instante, como si estuviera hechizado. Paulatinamente, fui notando un violento arrobamiento, una sensación de paroxismo me penetraba con furor y me descontrolaba el pulso. Algo hervía en mi interior y me abrasaba. Mi corazón latía cada vez con más violencia. Agotada mi resistencia, bajé la vista y simulé volver a la lectura. Me sentía completamente azorado, no había respuestas en las disertaciones de Montaigne para racionalizar la naturaleza de los hechos y su significado. Pasaba las páginas con violencia y empecé a subrayarlo todo compulsivamente. Todo me parecía importante (es decir, nada me lo parecía). A los pocos segundos, dejé de subrayar y apoyé la cabeza en la palma de mi mano derecha fijando la vista en el paisaje que podía contemplar a través de la ventana, sin verlo. Estaba confuso y conturbado. Dispuesto de nuevo a enseñorearme de la situación, con convicción firme pero vana, volví a la lectura sin poder evitar alternar efímeras miradas de soslayo hacia la muchacha. Su enfoque había cambiado: ahora miraba a través cristal con un ademán que parecía abstraerla de todo. Aquella ternura juvenil, aquel rostro diáfano tan soberanamente bello y dulce me sobrecogía, acelerando violentamente el latido de mi corazón nervioso. Los minutos pasaban y las paradas se sucedían unas a otras con avidez. La chica no volvió a mirarme –al menos eso pensé-. En cualquier caso, nuestras miradas no volvieron a encontrarse. Al rato se bajó del tren en la parada que precedía a la mía y siguió su camino por la estación. Mientras la veía alejarse algo me sobrevino: bajo el brazo llevaba la carpeta de mi facultad, la misma con la que me habían obsequiado el día de la matrícula. Una especie de gozo salvaje se apoderó de mí engendrando esa llama vigorosa ilusoria e irracional de la esperanza. Mi “yo consciente”, subyugado por completo ante aquella avalancha de lujuria y ensoñación, intensificaba esfuerzos de contención. Con total espíritu de abnegación, mi conciencia heroica finalmente logró persuadirse de la insensatez de lo acaecido. A la fría luz de la razón, surgió de nuevo la necesidad de retomar la rectitud y el control bajo la estela de la serenidad, la disciplina y el autodominio, desmantelando toda falsa ilusión y negando por completo cualquier ademán de fe sentimental.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Don Ilustrísimo

Cansado de calumnias y necedades de predicadores de poca monta, hoy me presento ante ustedes para defender el progreso por encima de todos aquellos pobres mendigos inadaptados y fracasados que reclaman a gritos un mundo mejor, esto es, un mundo menos tecnologizado y mercantilizado; algo que -como bien sabemos- no es más que una coartada de su inadaptación y su fracaso. Todos ellos, pobres ratas de alcantarilla, reniegan de ese gran genio constructor, del gran artista creador que es el hombre. Nos hablan de involución espiritual, del sentido de la vida o del espíritu de la naturaleza; verdades huecas que ni siquiera ellos entienden, pues no son más que ratas aisladas y moribundas. Encima se vanaglorian y se autoproclaman a sí mismos como grandes guías espirituales de la humanidad, como salvadores de un mundo frío y deshumanizado. Hablan de energías o de auras como propiedades de las cosas, como si se tratase de evidencias matemáticas. -Si claro hombre, como no iba yo a ver el aura, ¡ahí está¡, ¿es que no la ve usted?, fíjese, ¡la mía es de color carne!-. Que cara ponen algunos cuando me oyen hablar así. Como saboreo ese rostro inerte con esa mueca de cinismo y amargura que les corroe por dentro. ¡Y me hablan de equilibrio espiritual!. ¡Malditos majaderos! Envidia es lo que tienen, envidia de eso genio creador que es el hombre, pues ellos no son más que medio-hombres, seres con serrín en el cerebro. Suerte han tenido que Dios les permita existir en un mundo de gloria como este. En fin, para no convertirme en un predicador más, para que mis palabras se alejen completamente de ese mundo irracional y sin fundamento como es el suyo, basándome en el poder inapelable de la razón, paso a hablarles de mi testimonio y opinión personal en relación a algunas de las maravillas de la técnica.

Soy profesor de tecnología y por si no lo saben, hace escasos meses que di una fiesta privada en el instituto con algunos de mis más allegados, celebrando con cava la liquidación de ese maldito anacronismo medieval que representaba el libro de texto. No saben como me sentí aquel día. –el progreso está aquí caballeros, alcemos nuestras copas y brindemos por ello- les dije. No pueden imaginarse que sensación de seguridad, que confianza me produce el hecho de que cualquier instante pueda ser oportuno para que el alumno pueda corroborar -o incluso ampliar- alguna de mis explicaciones acudiendo de inmediato a ese mar de sabiduría que representa internet. No es que mis explicaciones tengan lagunas, no quiero que las ratas oportunistas me malinterpreten, soy coherente y preciso como un reloj, pero con la virtud de los nuevos tiempos, con la apertura y la predisposición a la ampliación de todo aquello que pueda aportar este mundo globalizado que percibimos a través de la red. Se acabó la maldita letra muerta, el nuevo mundo de imágenes, videos o demostraciones -todas ellas al alcance del alumno- está aquí. Una sola orden, un solo clic y allí estamos, absorbiendo la sabiduría del mundo globalizado. ¡Todo a nuestro alcance!

Que admirable es el poder de la imagen y que calladitos están ahora los alumnos desde que tienen las hermosas pantallas delante de sus ojos y todo ese universo a sus pies. No saben ustedes lo complicado que resultaba pedir silencio con el maldito libro de texto como herramienta de trabajo. Aquellos alumnos protestaban por un modelo de aprendizaje que ya no concordaba con su intelecto –mucho más complejo y sofisticado que el de sus antepasados-. Su actitud rebelde y destructiva era su forma de protesta, su forma de reivindicación de un mundo mejor. Ahora todo se ha consumado. Como adoro formular la pregunta: –Chicos, ¿Cómo va ese ejercicio?, muy bien Don Ilustrísimo, contestan algunos. Otros están tan sumamente concentrados en la pantalla que parece que ni siquiera hayan escuchado mi pregunta-. No saben la sensación de plenitud que tengo al verlos allí sentaditos, en silencio y trabajando cada uno individualmente, cada cual con su ordenador, pero globalmente, pues ahora el mundo está globalizado en el instante. Lo individual y lo global se han fusionado en un solo ser. El hombre es individualmente creativo y global al mismo tiempo. Uno es todo y todos somos uno. ¡Que maravilla! No existe una forma de unión mayor.

En ocasiones, todavía veo en los alumnos residuos o reminiscencias de ese viejo atavismo reivindicativo: "te maté cabrón jódete", dicen algunos. Supongo que en el inconsciente todavía hay restos de esas traumáticas experiencias con el maldito libro de texto que afloran en determinados momentos. Siempre hago caso omiso, ya que sé cuanto han sufrido su inadaptación a un sistema que no iba acorde con su capacidad omniabarcadora. Así lo demuestran ahora con su actitud silenciosa delante de la pantalla. Aplacada su actitud reaccionaria, ahora todo se reduce a ese revoloteo incesante que provoca la inquietud por el aprendizaje. Noto su excitación interior, su pataleo de emoción interna. Algunos se levantan de sus sillas y corriendo acuden a la mesa del compañero. –¿A ver? ¿a ver? huala que fuerte, ¿no? Jajaja!- Gritan algunos con entusiasmo. No reprimo su entusiasmo, su fervor por una nueva forma de aprendizaje con la que sintonizan a la perfección.

Para añadir algún otro motivo de peso:(innecesario, por otra parte) a esos predicadores de poca monta que defienden el retorno de la imprenta del medievo y la armonía del hombre con la naturaleza -que ni siquiera saben lo que es- yo les pregunto: ¿y que me decís ahora de la tala indiscriminada de árboles que se ha evitado con la disminución del consumo de papel que representaba el libro de texto? ¡Je! Sólo pueden callar las malditas cucarachas. Miren, yo que soy de números, la ecuación es tan sencilla como: menos libros, menos papel, menos tala de árboles. Y encima los malditos predicadores se llenan la boca berborreando, vinculando el antiprogresismo –es decir, su inadaptación al medio terrestre- con el amor a la naturaleza. Fascistas, eso es lo que son, impostores y aduladores de ideas sin trabazón alguna. ¡Ratas!

Por desgracia, el maldito libro de tela todavía aguanta el embuste. Sólo me queda confiar que el ebook –o una versión más avanzada del mismo- sea verdugo definitivo de esas malditas noveluchas o esos atiborrados manuales que amarillean a los pocos años, colapsan el espacio, desordenan el estudio y crían polvo a raudales en las estanterías de la casa. Soy alérgico al polvo, con que imagínense como celebraría la extinción de esos malditos ladrillos. Quizá podamos reaprovecharlos para construir cabañas para nuestros hijos. Bueno, en realidad, debo decir que lo probé y ni siquiera para eso tenían consistencia los malditos manuales. Que triste es que las pobres ratas sigan sin enterarse que el intelecto humano está mucho más avanzado y perfeccionado gracias a la nueva sociedad digital. Ahí siguen, comprando sus noveluchas de papel y desdeñando por completo las magistrales lecciones pedagógicas que nos brindan todos los días los psicólogos sobre las nuevas formas de aprendizaje de la nueva era.

Por mi parte, hace tiempo que me deshice de la maldita biblioteca. Fue como acudir a la taza del vater, ya me entienden. ¡Que estudio me ha quedado¡ El polvo ha desaparecido de escena, he ganado dos metritos cuadrados y todo ello sin perder ni un milímetro de sabiduría. ¡Eso es!, ¡ni uno! A la hoguera todos los libros anacrónicos. Ahora sólo conservo aquellos libros modernos que tienen algún interés real en el mundo en el que vivimos. No perderé ni un minuto más de mi vida en poemillas o noveluchas sobre las guerras napoleónicas o sobre Odiseas en el mar que ni siquiera responden a una geografía real. ¡Es patético! Como si no hubiera cosas que hacer en este mundo globalizado en el que todo, absolutamente todo, está a nuestro alcance. Gozamos de una libertad nunca contemplada en la historia, una libertad que va más allá de cualquier frontera cultural o geográfica. ¡Y que poco nos falta para acceder al espacio! ¡Ahí está el futuro!

Volviendo a la extinción de mi biblioteca, fíjense: un solo libro digital ha desbancado por completo a 200 volúmenes –la mitad de ellos amarillentos y enmohecidos-. Para que luego me hablen de espíritu. La obra de arte del hombre es el progreso caballeros. Y éste arte, a diferencia del otro, no es un arte para el simple entretenimiento, es el arte de la vida, el arte del buen vivir, del bienestar del hombre. ¿Acaso las Meninas preparan la comida mientras escucho música y escribo mis artículos? Mi robot de cocina es arte y mi lavaplatos, y mi termomix y mi electroestimulador y mi aiphone y el android de mi vecino (¡que modelo!). Todos esos cuadruchos arcaicos –gran parte de ellos ininteligibles- inútiles hasta la indecencia. Todo viene a ser la mismo, entretenimiento, enajenación mental del sujeto y desvirtuación de una inteligencia racional cuyo verdugo es esa niebla de saber que sume al hombre en la incertidumbre y en el desconcierto. Mire usted, si necesito un retrato ya tengo la cámara de fotos; y para que mis hijos pierdan el tiempo ya tenemos los videojuegos. Recuerden aquel gran estudio del 28 de Marzo del 2008: “los niños de ahora son cada vez más inteligentes gracias a la complejidad de los sistemas con los que se divierten, desarrollan su inteligencia disfrutando de los videojuegos”. Eso, eso, que las ratas sigan hablando de noveluchas, de pinturitas o de poemillas. Y encima se atreven a fustigar el mundo de los videojuegos. No son ratas no, son peor que eso, ¡son anguilas eléctricas!

¡No entiendo como todavía existen las carreras de letras! Por su culpa muchos alumnos se extravían y acaban fumando porros. ¿CÓmo no iban a hacerlo los pobres en un mundo en el que se idealiza el suicidio y la bohemia?. Además, ¿acaso hay trabajo para ellos? La historia todavía tiene algún sentido, por respeto habría que mantenerla, aunque reducida hasta el inframundo, claro está. Pero, ¿i la literatura? ¡esos pobres barbudos y licenciosos predicando su infame bohemia, derrotados y moribundos gran parte de ellos con poco más de 30 años. ¿I que me dicen de la filosofía? Por favor, ¿Puede haber un transtorno y una pérdida de tiempo mayor? Ya lo dice el refrán, ¡la mala hierba nunca muere! Aún así, esperen, esperen que muy cercana preveo la extinción de esos filosofuchos predicadores que tres al cuarto. Uno sólo queda en cada instituto. Ahí tienen al de mi centro, deambulando y aleccionando a la gente sobre los dinosaurios del pasado. A veces le hablo en el patio por lástima, lo veo allí aislado, con el rostro sombrío y desencajado. Sabe que es historia y que pronto se extinguirá. Se sabe mendigo y acabado y así lo denota su silencio. Le miro con lástima, como a un enfermo de cáncer que ya no tiene arreglo. Por ello no hago sangre del árbol caído, nunca le ataco directamente. Sólo alguna indirecta de vez en cuando para que entienda el mensaje. Aunque a veces pienso que no hay necesidad para ello, la propia vida ya pone a cada uno en el lugar que le corresponde. Se extinguen, saben de su sinsentido en este mundo, por eso deambulan en solitario por los pasillos, tristes, agazapados y con la cabeza gacha se preguntan. ¿Y yo para que sirvo? (To be continued)



Desdeñando por completo a esos pobres insubordinados del progreso que se amparan en el espíritu, en los ladrillos con forma de libros (ya me entienden), en las vacas, en el campo o en las ondulaciones del mar como tabla de salvación -como si de allí pudieran salir vivos de un repentino ataque de apendicitis- proseguiré con mi alegato en favor del progreso, con un ejemplo muy sencillo que nos incumbe a todos. ¿O es que hay alguien -que no sea rata- que no vaya a la playa en verano con el fin de tostar de su piel? Y, ¿qué sucede cuando la naturaleza –como tantas otras veces- da la espalda al hombre? ¿Que le sucede a toda esa gente que vive de su imagen (¿y quien puede desdeñar su imagen a día de hoy?) que tras varios intentos de dorar su piel se encuentran una y otra vez con ese cielo mustio y nublado? Ese maldito firmamento gris es como el filósofo que deambula por mi instituto: huraño, apático e infausto. A nadie ilumina con su discurso. Cuantas veces no habré contemplado el hastiado rostro de mis hijos tras la desoladora retirada de un día gris de playa. – Pero que día más feo papaíto- afirman con una mueca de asco, enrabietados por culpa de ese cielo opaco que impide la satisfacción de su fin. Apesadumbrados y cabizbajos se retiran a casa mirando su piel -que evidentemente no se ha tostado- y pensando que era de suma importancia para la cena del viernes o la fiesta del sábado noche. ¿Cómo lucir ese nuevo vestido sin el moreno de piel? Se preguntan las víctimas. Cuan admirable es siempre el desafío para el hombre, sólo él puede batir en duelo a la naturaleza, -donde no llegue el sol llegará el hombre- piensa con orgullo el hombre del progreso. Y para salvar la barrera de esa trágica desolación natural a la que nos condena un día gris, ahí está la respuesta: el solarium. Que orgullo siento ahora en invierno viendo esos hermosos rostros tostaditos por la maquina de rayos ultravioletas. Ahora ya no sólo se tuesta el pan, también nosotros nos tostamos, sea cual fuere la época del año, pues ¿qué importancia tiene eso ahora? A veces me pregunto si ese olor matutino de tostadas de pan se dará también en esos rostros doraditos recién salidos de la máquina. ¡Seguro que huelen de maravilla!

El hombre siempre desafía cualquier barrera que se le imponga. ¿Que hay gravedad? Pues volamos en aviones, que no hay senos grandes (¡qué enorme tragedia!), pues senos grandes a la lista de la compra. No se rían no, es tan fácil como eso. -Papá no me gustan mis pechos-, -claro que si mi niñita, yo te pago unas tetas-. Tendrían que verla ahora, con que satisfacción luce sus vestidos, cuantos chicos no habrán llamado ya a su puerta, que orgulloso estoy de ella. Y que me dicen de mi hijo, el de la nariz tuerta, cuantas lágrimas no habrá derramado el cachorrillo. Todo eso se acabó también, yo mismo se lo aconsejé. –confía en el arte hijo, no volverás a sufrir más-.Para que luego digan las ratas que la belleza está en el alma. Si claro, dígaselo usted a mi hijo, el tuerto de nariz a ver que le parece. ¡Je! Como me río ahora de todos ellos cuando le veo regresar del gimnasio y tomarse sus batidos de proteínas. ¡Que porte!, ¡que robustez!, ¡que belleza hercúlea! Se acabaron los complejos y las burlas. Ahora todo se ha invertido en fama y popularidad. El tuerto de nariz con síntomas de alopecia, se ha convertido en la imagen del progreso, ¡que fotos en facebook!, ¡que abdominales!.

A veces incluso yo, el gran ilustre defensor del progreso, me quedo atrasado con la vorágine de cambios. El otro día por ejemplo. Allí estaba mi Sansón tirado en el sofá. –¿Qué haces hijo? –musculando papa-, -¿musculando?, -¿pero cómo?- -jaja! Pero que anticuado estás, ahora todo es posible sin moverte del sofá papá, electroestimulador mio cefar51200. Unos electrodos por aquí, otros por allá y a muscular mientras chateo. –¿Es posible?- Si claro papá, todos los fisioterapeutas lo usan. -¡Que maravilla hijo! Para que luego digan que hay caminar una hora cada día. Cómo si tuviéramos tiempo- Un día me lo dejas que me lo llevaré al tren-, -¿al tren?- si, para ofrecérselo a un caballero que conocí el otro día, así tendrá con que distraerse. –¿A un caballo papá?- -no hijo no, a un caballero, a una persona, o más bien diría a un tipejo de aspecto desaliñado, barba de muchos días, pelos de estropajo, ya sabes hijo- si papá, es una plaga lo del estropajo. Total que el caballero leía un libro titulado “en busca del tiempo perdido”. EL libro me llamó poderosamente la atención. -¿De qué va el libro?- le pregunté. Encima pareció molestarle que le hablara. Tonto de mi, pero como iban a tener las ratas educación, pensé más tarde. Con un tono de voz inaudible me contestó con esa detestable parsimonia: “lo importante no es el argumento, sino el lenguaje, la estética de la descripción y la profundidad de los sentimientos”. Algo así me dijo el papanatas. Con que esfuerzo tuve que reprimir la carcajada. Por fin entendí el título de la obra, que bien podría traducirse por “en busca de las cloacas perdidas”. Un libro para mendigos como él, claro está. Otro poetilla crédulo de poca monta que no se ha enterado que en el siglo XXI tenemos aipads y androids para los viajes de tren. Menos mal que no tardó en sonar la música de un teléfono móvil. Mira que no soy aficionado al rap, pero como disfruté de ver la cara pálida del poetilla, ese rostro desecho del firme defensor de la belleza del alma. ¡Ahí se quedó!, mudo, mirando el cristal con el rostro desastrado y desvaído, sin saber que hacer para distraerse. La viva imagen de la indiferencia de la ignorancia hijo. ¡Rata! (To be continued)

sábado, 20 de agosto de 2011

Viejo amigo y leal camarada

Viejo amigo y leal camarada, aquí estamos de nuevo, como si el tiempo no hubiera transcurrido, como si nada hubiera cambiado. ¡Y cuantas batallas no habremos librado juntos! El tiempo pasa y ambos tomamos caminos distintos, sin embargo tú eres ese viejo roble que vive en el bosque, firme y robusto, al que siempre recurro en momentos de hastío y abatimiento. Nuestro vínculo es viejo pero siempre renovado en los albores de una nueva primavera. Podemos separarnos pero nunca distanciarnos, podemos alejarnos pero siempre volvemos a encontrarnos. Cuantas penas derramadas, cuantos coloquios interminables, cuantas madrugadas colmadas de sonrisas y disparates.

Tras un largo recorrido, de nuevo regreso al lugar del que partí. Vuelvo a mi vieja máquina de café, a las calles de siempre y a mi antigua habitación. También vuelvo a ti y revivo contigo momentos inolvidables de dos vidas que siempre han transcurrido en paralelo, como si una mano invisible las hubiera trazado para siempre.

Miro a mi alrededor: todo es lo mismo pero todo se ha transformado para mí. Todo excepto tú mi querido roble. Tú te mantienes firme y reconocible con el paso de los años. Tus hojas verdes, renovadas y juveniles han cambiado, pero tu tronco sigue siendo el mismo. En él me apoyo una vez más para revivir bajo tu sombra, un sinfín de momentos inolvidables.

Todo transcurre sin cesar, todo es fugaz y efímero menos tú mi querido amigo. Tú eres el más grande desafío contra la caducidad de todo, tu te mantienes incorruptible, inmune a todo. EL tiempo se desliza, tu rostro muda pero insisto: tu tronco sigue siendo el mismo.

¡Cuantas tempestades no habrán soportado ya tus ramas! Mientras otros árboles son derribados, tu sigues allí, en el mismo lugar donde te dejé años atrás. Te busco por un bosque renovado y allí te encuentro de nuevo, siempre tú, siempre fiel a ti mismo.

Con ojas o sin ellas, desnudo o vestido de un verde radiante y esplendoroso, tus raíces nunca han dejado de ser resistentes y profundas. Querido por todos y añorado por muchos, la firmeza de tu tronco y la profundidad de tus raíces son tu mejor tesoro. A ellas me agarro en estos momentos, es tu fuerza la que me reconcilia contra el pesar de la finitud y la caducidad de todo.

Todo muere y todo se extingue pero tú mi querido roble, pareces imperecedero.

Una vez más y para siempre, gracias por todo mi querido amigo.



sábado, 13 de agosto de 2011

Niebla

Entre el café y el paseo, tardamos casi una hora en regresar a la zona del Casco viejo. Empezamos a caminar por ella y voluntariamente nos perdimos en el encanto de aquel laberinto de callejuelas estrechas y empedradas, con fachadas que alternaban estilos y tonalidades diferentes. Pasamos por delante de la monumental catedral de Santiago y mientras yo me entretenía haciendo fotografías, Segismundo pasó de largo sin detenerse. El gentío de la zona era abundante y el comercio se explotaba a través de una gran variedad de tiendas, mercadillos y bares de pinchos.
-He leído que por aquí están la casas de Miguel de Unamuno Y Pío Baroja- le dije a Segismundo.
-Sí. Estaría bien ir a visitarlas.
-¿Sabes dónde están?
-No, habría que preguntar.
Le preguntamos a un señor mayor que se cruzaba en nuestro camino, y con suma amabilidad y entrega nos indicó el lugar exacto donde se ubicaban. Ambos quedamos muy agradecidos de aquel trato tan afable y cordial. Le dimos las gracias y reiniciamos la marcha. En el número 10 de la calle Ronda, encontramos la casa de Miguel de Unamuno. Ésta tenía una fachada de color amarillo apagado y unos grandes ventanales negros en el centro. Abajo una placa señalaba el lugar de nacimiento del escritor.
-Aquí nació en 1.864 y murió en Salamanca en 1936 –le dije a Segismundo. Éste no mostró el menor interés por mis palabras. Me di la vuelta y le vi pensativo y con la mirada perdida. Cuando advirtió que le observaba, levantó la cabeza y me miró fijamente
- Siempre me ha fascinado “Niebla” –respondió-. Es una obra original y rompedora.
-Sí, Unamuno tenía un espíritu rebelde y rompedor. Niebla es una gran muestra de ello. Sus personajes no poseen el desarrollo clásico de la novela realista, más bien se presentan como portadores de una idea o pasión. Como si se tratara de una novela de tesis, más que de una narración convencional.
- Es cierto. Ahora me estaba acordando de la escena final, cuando el protagonista no se resigna ante su destino y se rebela ante su creador.
-Sí, es una de las escenas más conocidas de toda su obra. En ella se representa la imposibilidad del hombre de escapar de su destino.
-Y también su inconformismo, su lucha y su pretensión de sobrevivir a él. Eso es lo más fascinante. Aunque la existencia no vaya nunca más allá de una representación nebulosa cuyo fin no es otro que la muerte, el sujeto que participa de ella no debe resignarse a esperar la muerte, debe aprender a rebelarse, a convivir con la tragedia de la vida, a reafirmarse en el dolor.
-En tus palabras resuena el Nacimiento de la tragedia de Nietzsche. –le dije-. Sin embargo, no creo que esa sea la tesis central de Niebla. Yo me acogería a la idea de un profundo vacío existencial, de una insondable angustia metafísica. Todo es borroso en ella, la vida es sueño, ficción, teatro, niebla. EL imperio de la razón se diluye y no hay representación posible, de ahí el título de la obra y el desafío al carácter tradicional y dogmático de la novela decimonónica. Acuérdate de aquellas extensas descripciones y desarrollos ambientales marcados por un profundo determinismo cientifista. La novela de Unamuno (o nivola, como diría el propio autor) se opone completamente a esta visión paradigmática. Por eso en ella predominan los diálogos y los monólogos por encima de las descripciones, todos ellos entretejidos en un marco espacio-temporal más bien abstracto y atemporal.
-Es cierto. Niebla es la imagen de la insubordinación de la vida a la razón. Sin embargo, me opongo a Unamuno en el vacío y la angustia existencial como respuesta. No creo en la metafísica ni en el imperio de la razón. No todo puede reducirse a estas dos categorías humanas. En realidad, ambas poseen un grado altísimo de toxicidad y perversión. Son dos moldes gastados cuyo pretexto es dar respuesta a nuestras inquietudes y angustias humanas cuando en realidad, lo único que hacen es acrecentarlas. La vida siempre excede a nuestra capacidad de comprensión, por eso hay que aceptarla como es: borrosa, confusa, imprevisible, emocionante, delirante, trágica… y no someterla a los dominios de nada. Cualquier fórmula lógica es una limitación, una coacción a la libertad de la vida.
-Sí, de ahí que Unamuno y Calderón recurran a la metáfora del sueño como condición de la vida. Si todo es borroso, si nada es interpretable, si no hay representación posible, no hay distinción entre la ilusión y la realidad.
- Bueno en realidad, ni siquiera la metáfora creo que sea necesaria. Aquí también me opongo a Unamuno. La vida es la vida, nada más. Cualquier metáfora sobre ella es irrelevante, insuficiente, estéril. La metáfora no crea nada, sólo cubre un profundo vacío de incomprensión humana. El hombre no se resigna ante la niebla y cuando ha renegado de la razón se decanta por la metáfora como respuesta. Ambas son el fruto de su insatisfacción, de su incapacidad para resignarse a la incomprensión. La gran tragedia del hombre es su insatisfacción, de ahí que recurra constantemente a mecanismos de falsa plenitud como el arte, la metafísica o la ciencia. Y ninguno de ellos puede reparar su dolor.
- Tu respuesta es demasiado radical.La metáfora es fuente de imaginación, de creación y por lo tanto de vida.
- Puedo serlo pero también puede tener un efecto vital contraproducente, paralizante. Las metáforas, igual que las fotografías o las imágenes grabadas en una cámara pueden ahogar el instinto vital. Los hay más preocupados por fotografiar o metaforizar sobre la vida que por vivir. Y eso es síntoma de decadencia, de insatisfacción y vacío interior.
-¿Entonces no hay salvación?
Mi amigo se echó a reír.
-No te pongas dramático hombre. La hay, pero jamás habrá una respuesta elocuente a esa pregunta.

jueves, 4 de agosto de 2011

Reliquias del pasado

Por la noche, deambulando por la cama y sin poder conciliar el sueño, decidí tomar un libro al azar de mi biblioteca con los ojos cerrados. Era un volumen grueso y pesado. Lo palpé y comprobé que tenía el lomo y la cabecera muy gastados. De regreso al dormitorio, me estiré de nuevo en la cama, abrí los ojos y anduve contemplando la obra que había llegado a mis manos. Era la Montaña Mágica de Thomas Mann, una de las novelas que más impacto había tenido sobre mí vida. Como si del reencuentro con un viejo amigo se tratara, un cúmulo de imágenes y vivencias pasadas afloraron a mi mente. Sensaciones tan íntimamente asociadas al volumen, que sentí por momentos un efecto de lectura contraproducente, paralizante. Me vi con el libro en las manos y sin saber que hacer. Lo abrí al azar y apenas pude leer un par de páginas. Lo volví a cerrar y anduve largo tiempo contemplándolo como si fuera una reliquia sagrada. La portada, el lomo, la cabecera. Lo miraba y lo acariciaba con mimo como si fuese un objeto mágico capaz de transportarme a un tiempo y a un espacio olvidados. Sentí por momentos una profunda nostalgia, la misma que podemos experimentar cuando contemplamos fotografías de una época pasada en las que yacen fosilizadas las huellas de un sentimiento extinguido. Abrí de nuevo el volumen y empecé a ojearlo con un sentimiento mezcla de ilusión y nerviosismo. Un gran número de páginas tenían grandes subrayados realizados con pasión. También había anotaciones laterales con dibujitos y otras señales que ya no utilizaba en mis lecturas del presente. Un instante absolutamente revelador regresaba por momentos. Observé atentamente las líneas del subrayado: la mayor parte de ellas se curvaban en un movimiento brusco y caótico. Era evidente que habían sido trazadas en el vagón de un tren en marcha. A mi memoria regresaron los recuerdos de las lecturas en mis viajes en tren a Barcelona cuando estudiaba filosofía. Sentí de nuevo ese abrupto instante de pasión, cuando la enégica vehemencia del subrayado se interrumpía por un movimiento brusco del vagón, impidiendo así la nitidez y rectitud del trazo. Volví a sentir aquella irritación del momento en que el tren parecía burlarse de mí mientras yo me elevaba bajo el influjo de algún pasaje sublime. Leí atentamente un fragmento con varios signos de exclamación al margen y recordé la vibración de aquella primera lectura. Allí estaba yo, estirado en la cama pero lejos de ella, poseído por el objeto y dejándome vivir. De nuevo abrí el libro al azar y releí otros pasajes subrayados con muchos signos de exclamación. En aquella época, podía agregar hasta 7 signos de exclamación en un único pasaje. Como si aquel texto hubiera sido escrito para mí, como si aquellas palabras tuvieran el sello de mi personalidad. Esta vez, una sensación de extrañeza recorrió mi cuerpo. Por un momento me sentí lejos de aquella emoción que en un pasado –ahora conscientemente extinguido- me había llevado a señalar aquel pasaje como sublime y trascendente. El mensaje de aquel texto había cambiado para mí, ya no significaba nada. Había 6 signos de exclamación en él, ¿cómo era posible? Sentí rabia de mí mismo y apunto estuve de eliminar las señales de aquel subrayado. Era como si me avergonzara de haber sentido una intensa pasión por algo que ahora me resultaba indiferente. En ese instante entendí que nunca más regresaría a mi primer viaje a la Montaña Mágica, que nunca volvería a ese tren pese a seguir realizando el mismo recorrido todos los días. Aquel “yo” en el que por momentos me sentí vivir, se había desvanecido, y con él todo el sentido de aquellas vivencias. Todo había quedado distorsionado, transfigurado en el recuerdo. Cerré el libro, besé su lomo gastado con cariño y lo guardé de nuevo en la estantería.

Apenas pude pasar de las 4 horas de sueño aquella noche. Me dormí con inquietud, con la ansiedad de saber que escribiría al despertar, que de nuevo reviviría ese breve pero intenso estado de arrobamiento en el que por momentos creí recuperar un pasado que de una forma u otra pervivía en un simple y mágico volumen.

martes, 2 de agosto de 2011

En la discoteca

-¿Nos vamos? –dijo Segismundo
- ¿A dónde?-
-A una discoteca del centro. Lo siento no he podido convencerles para ir a otro sitio. La mayoría se ha impuesto-.
- Tranquilo, seguro que estará bien-.

En ese instante mi amigo torció el gesto como diciendo “ya me lo dirás luego”.
Andamos un tramo de 20 o 25 minutos hasta llegar a una discoteca enorme que parecía una nave industrial. Había unas 30 personas de cola, por lo que tuvimos que esperar casi una hora para poder entrar. En la puerta de entrada, dos porteros altos y gruesos como gorilas me revisaron de arriba abajo. En mis bambas negras detuvieron el examen y suspendieron por momentos el veredicto de mi entrada a la nave. Tras una nueva revisión, se dieron la vuelta, hablaron entre ellos y el gorila más alto se dirigió a mí con voz firme y tenaz.

-No se puede entrar con bambas-
-Un momento- dijo una chica del grupo que parecía conocer a los dos gorilas.
Se adelantó y se puso a hablar con ellos. Al momento, un tercer gorila que se ocupaba de la puerta de salida, se acercó al grupo. Su aspecto era imponente: mucho más alto que los demás, negro, con unos bíceps portentosos, gafas de sol, cabeza afeitada y una chaqueta negra de cuero. Parecía un armario empotrado. Después de platicar unos minutos con la chica, el gorila portentoso se dio la vuelta y se dirigió a mí:

-Hoy puedes pasar, pero la próxima vez no vengas con bambas- me dijo.
El sonido de su voz retumbó en mi interior como el rugido de un león. Por un instante me quedé paralizado observándole, sin saber que hacer o que decir. Ni un paso hacia delante ni hacia atrás. Sólo le miraba embelesado, hasta que alguien por la espalda me dio un pequeño empujón.

-Tira para dentro y no digas nada- me susurró Ricard
-Está bien-

En ese momento salí disparado hacia dentro con el temor irrefrenable de que el gorila volviera a dirigirse a mí. Pasé como un rayo por el guardarropa de la entrada, y cruzando una puerta accedí a una sala enorme y abarrotada de gente. La música era ensordecedora y me golpeaba la cabeza como un martillo. Era imposible comunicarse con nadie. Pronto mi grupo se dispersó: unos fueron hacia las barras, otros hacia al podium y otros se esparcieron por la pista de baile. Busqué la barra más cercana y fui hacia ella. En ese instante un chico se levantó de un taburete y yo aproveché para sentarme. Intentando desdeñar aquella música atronadora, me di la vuelta y busqué a la camarera para pedir una bebida. No tardé en dar con ella pues era imposible que la chica pasara desapercibida: andaba de un lado para otro contoneándose y mascando chicle, tenía una larga cabellera rubia y rizada -probablemente teñida- cara de viciosa y unos pechos turgentes que estaban casi al descubierto bajo un vestido rojo ajustado y muy escotado. De vez en cuando se acordaba de su oficio de camarera y ponía alguna copa. A la cuarta o quinta llamada, vino a mí con gesto indulgente y se quedó mirándome sin preguntar nada.

-Una cerveza por favor- le dije.
- ¿Cómo?- preguntó inclinándose y poniendo sus pechos al descubierto.
-¡Una cerveza, por favor!,- grité a pleno pulmón-.

No respondió nada, sólo vi como se alejaba moviendo las caderas. A medio camino se detuvo a hablar con un chico musculoso que llevaba una apretada camiseta de tirantes. Se acercó a él y le susurró algo al oído mientras éste colocaba su brazo derecho en el hombro de ella. La chica sonrió y él se acercó un poco más, como para darle un beso. En ese instante, ella le quitó el brazo de encima y se alejó de golpe. Había varios brazos levantados cada vez que cruzaba la barra pero ella los ignoraba. Unos minutos más tarde volvió con mi cerveza. Se acercó a mí y con un gesto brusco la clavó encima de la mesa.

-Seis- me dijo.
-¿Cómo? Respondí sin entender lo que me decía.
-Que son 6 euros- respondió con brusquedad-
El precio me dejó noqueado en la lona, pero no ose levantarme a protestar. Sólo deseaba perderla de vista de una vez. Le pagué y por fin pude sacarla de mi ángulo de visión.

Mientras bebía mi cerveza de 6 euros, me dediqué a observar hacia la pista de baile. La nota general –principalmente la del género masculino- era bailar arrítmicamente y sin estilo, sosteniendo un baso de tubo con mucho hielo (tener algo en las manos era seña de ocupación) para poder observar a las chicas del entorno con un deseo expresado a través de ridículas miradas enigmáticas. Las mujeres eran las protagonistas de la fiesta, de eso no había duda. Sobre ellas giraba todo: la embriaguez, el baile, el vestuario… En realidad, se podría decir que ésta fórmula de ocio tan rentable no tendría sentido sin ellas. Ellas son el cebo que el hombre necesita para ser arrastrado a estos lugares, de ahí que tengan licencias especiales, como pagar una tasa inferior en la entrada o transgredir la edad mínima permitida para entrar, bajo el disfraz de un buen vestido y una buena capa de maquillaje.

No había duda de que gran parte de ellas se sentían observadas, deseadas y acechadas de una forma directamente proporcional a su belleza, atractivo y predisposición a ser conquistadas. Algunas se rodeaban de hombres y se dejaban seducir, otras fingían desear ser conquistadas para ser el centro de atención y tener a una tropa de hombres a su servicio. También las había con más dignidad que rechazaban rotundamente a ese perfil de hombre-buitre refugiándose en la gente de su grupo. Novios, amigas o compañeros de grupo eran el escudo preferente para algunas chicas que habían venido simplemente a bailar y no deseaban ser cortejadas. Viendo aquel panorama, me percaté de que las mujeres menos agraciadas físicamente eran realmente las únicas que podían bailar y moverse con absoluta libertad, sin ser acechadas por todo tipo de miradas viciosas. Era bastante patético, como un zoológico plagado de animales en celo.

Por un momento me centré en el baile y la expresión altiva de algunos chicos. La mayoría –copa en mano y simulando movimientos con arte- parecían sumamente complacidos de su liberación y emancipación de la rutina, un hecho que chocaba frontalmente con la evidencia de que todos seguían exactamente el mismo patrón de conducta. Todos se liberaban bebiendo borreguilmente –o simulando beber sosteniendo vasos con hielo- deambulando sin ton ni son por la pista y sintiéndose dueños de un estado de liberación que en realidad no era tal, pues ya estaba preestablecido externamente bajo los parámetros del consumismo. Aquella sensación era la misma que se gestaba en los bares o campos de fútbol, una sensación raptada y asociada a una fórmula concreta de consumo, ajena a la decisión libre de un sujeto individual. Verdaderamente la formula era muy sencilla y efectiva, pues más allá de la preferencia individual de cada uno, no costaba demasiado esfuerzo entrar en un lugar así, olvidar las prioridades personales y moverse al son de la manada, al ritmo de aquel pum pum y chumba chumba que movía a una marea enorme de gente.

¿Cuántas sensaciones y decisiones no se fingen sentir como propias y libres cuando en realidad responden a un marco de intereses pactado y diseñado externamente? Pensé en aquel instante. El borracho –o aparentemente borracho- hace el loco porque sabe que la euforia es el estado que debe transmitir para sentirse integrado. De un modo análogo, el acechador de mujeres sabe que ese comportamiento es aplaudido y laureado por los compañeros de su grupo. Ligar, cortejar, emborracharse o sostener un vaso de cubalibre eran actitudes estandarizadas que debían realizarse o fingirse para poder integrarse en aquel ambiente. Por un momento, miré a través del cristal de mi cerveza vacía de 6 euros y me pregunté que estaba haciendo en un lugar así. Al poco rato aparecieron Segismundo, Ricard y dos chicos más de la cena.

- Te estábamos buscando- me dijo Segismundo.
- Éste ha preferido seguir emborrachándose en la barra. – dijo Ricard-
-Venga chicos un Whisky para cada uno, yo invito- Vociferó el chico rubio que iba con ellos-.
-¿Whisky solo? Preguntó Ricard.
-EL Whisky solo es para hombres de verdad- voceó el chico rubio.
Yo odiaba el whisky pero no tuve la menor oportunidad de rechazar la invitación. De repente me vi con la copa en la mano, brindando y dando un gran trago de Jack Daniels cuyo sabor me pareció espantoso.

-Venga, vamos al centro de la pista- exclamó el chico rubio levantando la copa como si se tratara de una lanza de guerra. Llegar al centro me costó varios empujones y pisotones. Incluso llegué a derramar la bebida de un chico que se me cruzó justo en el instante en que yo me habría camino. La gente se apiñaba como sardinas y un olor mezcla de sudor y alcohol encharcado recorría toda la sala. Realmente habría sido más fácil cruzar un bosque de ramas y espinas –pensé-. El volumen de la música se acentuaba a medida que nos acercábamos a la zona central y las luces de colores me cegaban la vista. Cuando llegamos, Segismundo me habló al oído.
-¿Me puedes explicar que hacemos tú y yo bebiendo whisky en el centro de una macrodiscoteca?-
- Yo que pensaba que tú tendrías una respuesta-le dije.
Mi amigó se río y asintió con un movimiento de cabeza.
-Aprende como se baila- me dijo a gritos, separándose de mí.

Entonces empezó a moverse de una forma absolutamente vulgar y ridícula, como imitando paródicamente a la gente que tenía a su alrededor. Los dos compañeros de la cena andaban a lo suyo: bailando sin alma y dando pequeños tragos al whisky -básicamente para prolongar su ocupación a manos de la bebida- al tiempo que observaban con mirada atenta a las chicas que había a su alrededor. EL chico rubio intentó subir al podium que teníamos enfrente pero cayó enseguida. Allí no cabía ni un alfil. Lejos de desanimarse, siguió bailando y recorriendo el entorno con la mirada, buscando presas que se adaptaran a sus pretensiones. Al cabo de unos minutos, con la excusa de ir al servicio me alejé de la lata de sardinas. Me costó más de 5 minutos llegar a la zona de váteres y cuando finalmente lo hice, tuve que sortear una enorme cola que procedía del baño de mujeres. En un instante, 5 mujeres salieron de allí juntas y cogidas del brazo. Las esquivé apretándome contra la pared para no romper la cadena y entré en el servicio de caballeros. Dentro, dos chicos retocaban al milímetro sus peinados delante del espejo, mientras otros se mantenían agazapados fumando en el retrete. La mezcla de olor a tabaco y a pipí, el papel de váter mojado y desparramado por el suelo y la mierda incrustada en los retretes era de una repugnancia sólo comparable a las cloacas o a los servicios de la estación de tren. Salí de allí con nauseas y fui hacia a la puerta de salida. Cuando ya veía los exteriores, el gorila descomunal cruzó su brazo y me detuvo.

-Si quieres volver a entrar- tendré que sellarte- afirmó con voz grave y contundente.
Allí estaba de nuevo: grande y musculoso como una roca enorme e indestructible. De nuevo anduve mirándole petrificado y sin pestañear. Cansado de esperar una respuesta, el gorila agarró mi brazo derecho y me clavó el sello de la discoteca. Sellado y aturdido salí hacia fuera, me senté en la acera cerca de una farola y encendí un cigarrillo. Por un momento respiré profundamente lejos del gorila, de la música martilleante, de la camarera, de la lata de sardinas y de aquellos váteres que parecían cloacas.

miércoles, 27 de julio de 2011

Puta mare tiu

Conversación universitaria a tres bandas:

-Tiu, com li tiraves la canya a la pava aquella ahir al vespre no?-

- ¿Estava bona eh?

- Si tiu. Per flipar. Te la vas triunfar o que?

- Un rollet i prou tiu, pim pam.

- No la vas lletar?

- Que va tiu, la pava currava aquest matí sats?

- Que chungo tiu.

- Si tiu, dos hores tirant la canya i quan me la faig es pira sats?

- Putadísima!

- Sou uns flipats –añade la chica-

- Pero bueno, anava tajíssim sats? Estava petat. Follar hauria estat chungo

- Si tiu, chingar quan es va taja, chungo. Molt chungo.

- I tu que tiu, vas pillar?

- Que va tiu, anava fumadíssim sats?

- Ara que dius això, fem un peta o que?

- Aquí chungo tiu, la podem liar moltíssim. Per cert, demà hi ha uni no?

- Sí, -contesta la chica-, jo aniré sense sobar, la puta classe és a les 8:30 de la matina.

- Jo es que paso sats? el semestre passat tot vuits sense anar a classe. I en una tenia un 8'5 i el fill de puta va i em posa un vuit de final sats?

- Jo també sudo tia. Si vaig, aniré a fer unes birres.

- Esteu penjadíssims

- Penjadíssims per tu.

- Quin pavo tiu! Ets un follaringa.

- Pero que fas notes? T’estàs liat un peta? Que putu penjat. Et pillarà el cambrer.

- Tranqui tia, només el lio i ens el fumem destranquis a fora.

- Ets l'amo tiu.

- Si tiu, la teva mare sempre m'ho diu sats?.

- Ja ho sé tiu, i a la teva germana li triumfa molt la meva titola sats?

- Quin cabró! suda de la meva germana mamonàs.

- No puc tiu, ja saps que em posa molt.

- Va pilla algo per privar i pirem, que aquí fa calda sats?

- Puta mare tiu.

miércoles, 13 de julio de 2011

Realidad y ficción

-En la red se me conoce como “Emperador del caos”.
-¿Cómo? ¿Emperador del caos? – exclamé con una risa desgarrada. -Estás como una cabra-
- Pues no vas demasiado errado en tu apreciación. Mi personalidad virtual es una auténtica locura, es pura pulsión, pura animalidad salvaje y ciega.
-Venga hombre, no te flipes.
- Bueno quizás haya exagerado. Es cierto que con alguna persona he mantenido conversaciones ordinarias y moderadas. Sin embargo, esa no es la predisposición con la que me conecto en la realidad virtual. Allí me gusta ser quien soy, el Emperador del caos, alocado, impulsivo, agresivo y soberbio. De hecho, muchos han averiguado mi nombre real pero siguen llamándome Emperador. Así me han conocido y a ese nombre asocian los rasgos de mi desfasada personalidad virtual.
-Que no deja de ser pura representación, aunque bueno, por lo que dices, no creo que haya mucha diferencia con la imagen que proyectas en el mundo real.
-La hay amigo, ¡y mucha!. En el mundo real hay una serie de leyes, códigos y normas conductas que coartan, que oprimen nuestra individualidad y nos obligan a moderar ciertas actitudes o comportamientos que podrían ser designados como delictivos, indecorosos o egoístas. Esto no sucede en la realidad virtual: allí eres libre de expresarte de forma absolutamente inmoral y licenciosa. Es algo parecido a lo que sucede cuando te embriagas y pierdes la noción de la prudencia y el sentido de la responsabilidad. Esa sensación de descarga es absolutamente placentera, de ahí que tanto la bebida, como la realidad virtual tengan un poder de adicción tan enorme. Una fuerza de atracción que nos atrapa bajo la fórmula de evasión, libertad y lujuria, por eso hay cada vez más gente frustrada y marginada del mundo real que se refugia en este mundo libre de prejuicios, normas y responsabilidades. Allí no hay fracaso, no importa si eres feo o guapo, rico o pobre, inteligente o retrasado. Todo es ficción, representación, nada más. Por ejemplo, si en la realidad virtual sentimos placer por actos abominables como matar o destrozar la casa de alguien, es precisamente por ese pacto de ficción que se sella en la entrada, un pacto que no ejecuta el alcohólico cuando se embriaga, de ahí la peligrosidad real de la inconsciencia de sus actos. Esa es la principal diferencia -dejando al margen las sensaciones fisiológicas- que separa uno y otro caso. Por eso el margen de libertad que posee el que se conecta a la realidad virtual es mucho mayor que el del alcohólico. Tal y como sucede en una novela o en el cine, en la realidad virtual lo trágico, lo cruel o lo macabro se contemplan siempre desde la barrera de seguridad que marca el filtro de la ficción. Por eso la imaginación se despliega y la conciencia se siente libre para traspasar todas las fronteras de lo real, superando todas las limitaciones físicas y morales. Así es como nos convertimos en asesinos, héroes o villanos, sin complejos ni prejuicios, ya que estamos en un mundo donde es la imaginación y no la razón la que dicta las normas. No sabes la de veces que he puesto cara de adulto a compañeros de juego que no pasaban de los 15 o 16 años. O la de veces que he imaginado a hermosas chicas francesas bajo la tonalidad de sus dulces voces femeninas.
- Supongo que te puedes encontrar con cualquier cosa-.
- Exacto, ese es uno de los principales problemas. En realidad, nunca dejas de navegar errante. Es cierto que analizando el nivel de expresión lingüística o la voz del jugador se pueden intuir cosas (la edad aproximada, el nivel de inteligencia etc.) pero siempre existe esa barrera de misterio que marca la ficción, una barrera que impulsa a la imaginación a dar el salto de lo virtual a lo real a partir de ciertas actitudes o comportamientos.
-Sí, pero como tú mismo has dicho, esas actitudes podrían ser completamente fingidas. A ti te gusta recrearte en una personalidad mucho más animal que la representas en el mundo real. Seguro que los demás juzgan comportamientos de ti que en realidad no responden a lo que todos conocemos. El tema es: si todo es representación, ¿qué sabes realmente de las personas conectadas?-
-Bueno no te olvides que nosotros también vivimos en un mundo de máscaras, en realidad, ¿qué sabemos de las personas que nos rodean? ¿Acaso no las definimos y las juzgamos desde la periferia sin saber nada de ellas?
-Ese es otro tema, no confundas las cosas. La conclusión a la que quería llegar es otra y tiene que ver con el gran peligro de seducción que deriva del engaño virtual. Piensa sino cuantas pobres existencias descarriadas se habrán dejado seducir por máscaras bajos las cuales se ocultaba un sujeto perverso y malintencionado.-
-Sí, en esto estoy de acuerdo. Y debo reconocer, que pese al tiempo que hace que navego por este mundo, nunca dejará de sorprenderme la enorme variedad de sentimientos entremezclados –todos ellos intensificados hasta la locura- que se generan en él. Si miramos atrás, tanto en el mundo de los videojuegos como en el de las redes sociales de internet, todo empezó como un juego, como un mero entretenimiento. Ahora en cambio todo este universo se está convirtiendo en una realidad completa y acabada, en un mundo donde sentimientos tan reales como la amistad, el odio, la dependencia o incluso el amor son cada vez más frecuentes. De hecho, se podría decir que la gente es capaz de sentirlos en el mundo virtual, como la misma intensidad que en el real. Las barreras entre realidad y ficción nunca habían estado tan difusas. A este paso llegará un momento que podremos distinguirlas.

martes, 12 de julio de 2011

Ventanas abiertas

Para frenar aquel influjo melancólico de trampas del pensamiento, saludé a Eva por el chat. Eva era una Venus de gimnasio, una chica con la que anduve enrollado un par de veranos atrás. Por un momento la imaginé desnuda, bella, con su pelo rubio rizado y su sonrisa de anuncio de televisión. El pelo se me erizó y sentí un escalofrío cercano al erotismo de la masturbación. La pulsión sucumbió de inmediato.
–¡Olaaaaaa, k tal? K aces? Kuanto tiempo. respondió Eva.
-Sí, más de un año. ¿Cómo te va?
No hubo respuesta. Pasados unos minutos, planteé una nueva pregunta:
¿Qué tal este año en empresariales? el tiempo pasaba en vano. Tampoco hubo respuesta.

Cansado de mirar hacia los lados, al techo, de abrir páginas web, de pensar en estupideces y de esperar una respuesta trivial y previsible, sentí el estúpido sinsentido de aquella situación, de aquella pseudoconversación, de aquel submundo deshumanizado. Cuando ya me levantaba de la silla, la ventanita de Jorge (un viejo camarada de salidas nocturnas) se disparó e interrumpió mi evasión.
-Tu por aki??????????- Acto seguido, una frase imposible de reproducir lingüísticamente me agredió. Era una especie de mezcla ecléctica de letras e iconos que no entendí. Entre las letras del alfabeto había manos intercaladas bailando, iconos sonrientes y otras letras enormes creciendo y decreciendo. Aquello me intimidó, no sabía muy bien que responder. El timbre de la ventanita volvió a sonar. Esta vez 5 signos de interrogación bailaban una jota y esperaban una respuesta. Estaba paralizado, ausente, pero Jorge no se rendía. Un zumbido y un “¿hola?” con letras gigantes y florescentes apareció en la pantalla. Empecé a angustiarme, más que un intento de entablar conversación, aquellas letras, iconos y carteles luminosos me recordaban a la agresión consumista de los letreros de la ciudad de Tokio. “¡Habla conmigo!”,“¡consume!”, “¡consume!”. Estaba petrificado, rendido ante la incapacidad de sondear una forma de comunicación similar a aquella maraña de signos y atentados lingüísticos. ¿Había alguien allí que hablara mi lenguaje? Me pregunté en ese instante. La pregunta era absurda. El mero hecho de plantearla ya era un síntoma evidente de exclusión, de no pertenecer a ese mundo pseudolingüístico y asistemátizado. Pensé que era más que probable –aunque no me jugaría el cuello- que la mayoría de “Evas” y “Jorges” supieran distinguir el uso de la “k” y la “q” en lengua castellana, pero mucho más evidente era la profunda adhesión de aquellas personas hacia a aquel mundo de desidia, dejadez, desorden desalmado y rebeldía estúpida e inútil.

Cabría preguntarse hasta que punto las leyes de ese lenguaje conciso, nervioso, caótico, superficial y antiacadémico de las redes sociales, no ha contribuido en gran medida a la creación de una generación mucho más impaciente, inquieta, impulsiva, agresiva, desinteresada y superficial que su predecesora. Una generación que por primera vez en la historia de la humanidad lo tiene todo a su alcance, que posee un abanico ilimitado de formas de acceso a la comunicación, a la cultura y al ocio, pero que sin embargo no puede comprender ni asimilar de ninguna manera. Sin la capacidad de análisis y comprensión del buen uso de estas herramientas, este mundo se convierte en una cueva, en un submundo marcado por la terrible inercia involutiva de la especie.

Como todo en la vida, es el bueno uso y no el potencial de un objeto lo que marca la diferencia. Porque un bolígrafo bien utilizado posee un virtuosismo mucho mayor que cualquiera de las máquinas que poseemos hoy en día tal y como solemos utilizarlas. Ninguno objeto es virtuoso o pernicioso en el escaparate de la tienda o en el embalaje, por ello las mismas herramientas que pueden elevar al hombre, lo pueden reducir a la miseria más absoluta cuando no se comprende el sentido y el valor de su uso. Para ejemplificarlo de alguna manera, el adolescente de hoy enciende su ordenador portátil con conexión a internet, abre una página web, la mira de pasada como el que mira a través de la ventanilla de un tren en marcha, abre otra sin cerrar la primera. En una visión fugaz y horizontal, la segunda página queda obsoleta pero se mantiene abierta. Con las dos páginas abiertas y olvidadas, el adolescente abre un programa, pone un canción, se cansa de ella y la cambia. Su chat empieza a hervir (4 ventanas suenan alternativamente), se da la vuelta, enciende la televisión, la videoconsola. Ventana por aquí, canción por allá, recibe un sms, actualiza su muro de facebook, el de twitter y el de tuenti. Acomodado en su butaca, inicia una partida a la videoconsola. Las ventanas anaranjadas de messenger siguen pitando. A media partida se da cuenta que la canción no le gusta. Pausa el videojuego, cambia de canción y contesta a 3 de las 6 ventanas de chat abiertas. Vuelve a actualizar el muro facebook. Una foto le llama la atención y la comenta con un “jajaja que cara”. Hace un “ok” a otra foto y vuelve a cambiar de canción. Recibe un sms de su novia y le contesta con un “tkm xa siempre". Le invitan a jugar online, juega una partida y recibe una llamada perdida de su novia. La madre le reclama para cenar, no abre la puerta, ni siquiera contesta. Nadie puede entrar en su cueva. En una segunda llamada de la madre, éste advierte síntomas preocupantes de ira en el tono de la vieja. “Ya voy joder” responde cabreado. Las ventanas anaranjadas siguen pitando. Se sienta, contesta dos de ellas con un “bien y tu???” actualiza el muro de facebook, se acerca a la televisión pero un grito de la madre le interrumpe. “Ya voy ostia, ¿que no ves que estoy ocupao? Responde ofendido. Airado, con los pantalones caídos, los calconcillos al descubierto, la gorra flotando en su cabeza, el labio torcido y la cara tatuada de desprecio, el adolescente pega un portazo y se va a cenar.

domingo, 3 de julio de 2011

La felicidad del vanidoso

La felicidad es una búsqueda personal que no entiende de peajes ni de recetas. Que lejos estamos de ella cuando la buscamos en el viaducto de la fama, el éxito o el reconocimiento de los demás. Que confusión tan grande se da en la inconsciencia de muchos entre felicidad y gloria, y que caro resulta el peaje de la vanidad para ellos. Un peaje que lo condiciona todo, haciendo depender sus vidas de un propósito: engrandecer sus figuras, ser reconocidos, amados y homenajeados. Éste hecho los arroja directamente a una corriente insaciable y frenética de lujuria (un sentimiento que confunden con la felicidad) e insatisfacción permanente. Para el vanidoso, lujuria e insatisfacción son dos caras de la misma moneda que se van alternando en cada lanzamiento. El mismo reconocimiento lujurioso que satisface al vanidoso es el que genera en él la necesidad de una satisfacción mucho más intensa y desmesurada (asociada normalmente a un motivo grandilocuente). Quien edulcora el café con 4 cucharadas de azúcar y se acostumbra a esa dosis, no puede ya sentir el dulce y placentero sabor de la primera cucharada, ni el verdadero sabor del café. En este sentido, la tenacidad insaciable de las expectativas del vanidoso es la que le veda el placer del auténtico sabor del café, de esa conversación humilde y llana, de esas manos estrechadas con afecto o de esos brazos que nos rodean con ternura.

No hay neutralidad en la posición del vanidoso. Si algo le retrata es su capacidad para erigirse como pieza central de su entorno, como perspectiva dominante. De esta manera, el clima que genera nunca es sereno o apacible, sino más bien agitado e incómodo, como un día de lluvia en el que sus interlocutores deben decidirse entre desafiarla o ponerse a cubierto. El vanidoso no habla para conocer la opinión del otro, sino para ser escuchado y reconocido por el otro. Por eso bien poco le importa ser laureado por un talento que en realidad no posee o por un saber formado a partir de retazos de conocimientos tomados al vuelo, es decir, aislados, inconexos y descontextualizados. Si la imagen proyectada de persona docta en materia ha surgido su efecto, ninguna importancia tiene para él que sus conocimientos tengan o no un fundamento real. Para él la vida es una escenario, una representación continua y su sentido lo marca es éxito de su función. En este sentido, la vanidad es por encima de todo una inflamación interna, un estado febril –normalmente de refinada compostura- cuya necesidad alude siempre a un saco sin fondo. Es una llama que nunca se apaga, que se retroalimenta a si misma y que busca sus propios materiales para seguir ardiendo con la mayor intensidad posible. Unos materiales que el vanidoso no encuentra única y exclusivamente en el terreno de la grandilocuencia, sino también en las zonas suburbiales. Porque, ¿acaso no es loable la generosidad, humildad y sencillez del hombre rico? ¿No aumentan dichos atributos su fama y reconocimiento? Todos estamos cansados de los dictadores del “ayer”, por eso los héroes del “hoy” –más ricos y acaudalados que los del “ayer”- se presentan ante nosotros con piel de cordero, con la bandera de la modestia, el altruismo o la sencillez, sabiéndose así más reconocidos y vanagloriados por el rebaño. Sus discursos morales se acercan al débil, se compadecen de él y le prometen luchar por un mundo mejor mientras se aprietan la corbata y afinan su voz. Así se viste la nueva dictadura moderna: con los humildes ropajes de la democracia, un montaje que vemos desde el escaparate sin tener ni idea de cómo se han elaborado esos maravillosos trajes. Des del escaparate escogemos y ya nada pintamos allí. Sólo nos queda seguir nuestro camino en círculo para volver al escaparate cíclicamente, cada cuatro años. Desde dentro, los lobos se ríen maliciosamente, se homenajean los unos a otros inflamando su ego, regodeándose en su poder a la par que siguen diseñando nuevos trajes que puedan seducir a los que pasan por el escaparate.

En realidad, de las diferentes vestimentas del vanidoso podríamos llenar interminables volúmenes, deconstruyendo al mismo tiempo la infinidad de máscaras con las que éste puede presentarse ante nuestros ojos. Para reducirlas todas a un marco común, podríamos decir que todas comparten una misma actitud egoísta, enferma, inconfensable, hipócrita y lo que es peor, insatisfecha. Porque como hemos dicho de inicio, la felicidad no entiende de fórmulas ni de peajes. Aunque el vanidoso no lo sepa, sus ropajes no son más formas de hipotecarla, de convertirla en un laberinto inaccesible. En el abrazo, en la paz de un simple paseo o en la ternura de unas palabras candorosas, allí podemos reencontrarnos con ella todos los días, con el corazón abierto y los sentidos bien despiertos.