sábado, 1 de octubre de 2011

Cada vez que escribo

Cada vez que escribo lo hago desde una ventana al mundo y a mi propio ser. Nunca de manera uniforme y ordenada, nunca desde el cálculo y la premeditación. Comprendo la creatividad estrictamente planificada y reglamentada, pero no la comparto. Escribo en el deambular de la vida sobre impresiones que se configuran de la forma más imprevisible, nunca des del aislamiento y la planificación de una cámara oscura. Escribo lo que siento, lo que soy.

Nunca sé si lo que escribo es bueno o malo. Sólo sé que escribo y que sueño felizmente cuando lo hago. Aprendo a disfrutar de las cosas no por lo que son, sino por cómo me las represento en mi imaginación. De mis palabras nacen ilusiones renovadas, y percibo en ellas ese fervor que crece con cada línea, con cada examen de mí mismo. No hay paisaje ni rutina que me importe más allá de aquel que soy capaz de recrear en mi espíritu. Siento que todo puede poetizarse, que todo es susceptible de ser soñado. No hay límites en la escritura, sólo una predisposición, una formación y un despertar en la conciencia. En realidad, cualquier conciencia viva es potencialmente propensa al ejercicio de la escritura, cualquiera puede trasladar al papel lo que en realidad es un ejercicio de su mente y su imaginación viajera.

En ocasiones, paseo por las calles de Barcelona y siento que puedo escribir sobre cualquier cosa que se ponga a mi alcance. Percibo las palabras flotando en el aire por encima de las cosas, esperando que alguien les de forma, color y estructura; las siento brotar y desvanecerse dentro de mí; por eso me detengo a cualquier hora y en cualquier lugar para transcribir inmediatamente lo que entiendo no tardará en disiparse.

Siempre sometido al examen de lo imprevisible, mis ideas brotan inopinadamente en el lugar más indiferente, en el instante más inesperado. De la lectura de un libro, de la contemplación a través de la ventana o de un simple paseo por la calle; de cualquier instante puede germinar una idea, cualquier momento puede convertirse en el más oportuno.

Nunca recuerdo lo que en un pasado escribí, pues me siento crecer y evolucionar. Me sé finito y caduco, por eso cuando me releo, en ocasiones no me reconozco. Con el tiempo mis palabras han desertado de mí, se han exiliado acompañadas de un sentimiento que -como el amor o el dolor- siempre es pasajero. Me busco permanentemente pero nunca acabo de encontrarme. Todo mi ser es vano, diverso y fluctuante, por eso cuando escribo, no me dibujo nunca más allá del instante.

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