jueves, 6 de octubre de 2011

Mi vida es una cloaca

Mi vida es una cloaca, pero no una cloaca sucia y pestilente no, no lo crean. La mía está limpia y ordenada, sin una mota de polvo. Muy avispado hay que ser para advertir que lo que en apariencia es una patena, en realidad es una maldita cloaca igual de pestilente que las demás.

Suena el despertador. Son las 7 de la mañana, hora de levantarse para ir a trabajar.
-¿Has dormido bien cariño? -pregunta mi mujer con la más absoluta inercia exenta de toda emotividad-. Miento y asiento:
-Como un tronco cariño.
Más del 90 % de palabras que intercambio con ella están teñidas de fingimiento. El otro 10 % son respuestas monosilábicas del tipo: sí, bien, Juan, voy….

Mientras mi mujer se viste, yo hago el remolón en la cama. El día se presenta gris y nublado. De nuevo se avecina tormenta pero ésta nunca llega. Todos los días desearía que estallara y lo anegara todo como en el diluvio universal, pero sé nunca gozaré de tal privilegio.Incluso el pronóstico de tormenta se ha convertido en algo previsible y rutinario. Al final todo se reduce a un día gris tras otro, algún chispeo de lluvia y una monotonía eternamente estéril y putrefacta.

Tumbado boca abajo y con la almohada en el cogote, siento el terrible peso del sueño abrupto y descompuesto de la noche que me martillea la cabeza y los párpados. Así transcurren todas las noches de mi vida: aguijoneado por los ronquidos de mi mujer, el ladrido de los perros del edificio (el bloque alberga más de 100 viviendas), el tráfico de capital, el ascensor que sube y baja y mi cabeza que nunca ha dejado de preguntarse puerilmente sobre el sentido de esta miserable existencia.

El dolor de cabeza me flagela pero también éste es rutinario, como lo son mis gimoteos matutinos en el lecho o el goteo de la lluvia. Al final siempre me pongo en marcha: abro el armario, el mismo traje, los mismos zapatos, la misma desidia para vestirme. En el espejo se encuentra mi mujer, en un estado como de trance, alisando su ordinaria melena lacia. De nuevo la contemplo como todos los días: buscando algún brote milagroso de atractivo en esa silueta enjuta y plana como el palo de una escoba. Mi atracción hacia ella siempre ha sido nula. Tampoco he podido aspirar a nada mejor. Supongo que lo mismo podría decir ella de mí pues ni el atractivo ni el peculio (los dos principales estandartes de nuestra sociedad) forman parte de mis credenciales. Aún con todo soy banquero y gano algo de dinero, por eso he podido casarme.

Como en la primera ley del movimiento de Newton –según la cual todo cuerpo persevera en un estado de reposo o movimiento uniforme y rectilíneo a no ser que sea obligado a cambiar de estado por fuerzas impresas sobre él- el movimiento de mi mujer es siempre rectilíneo-uniforme. Jamás se desprende de ella señal alguna de titubeo, resistencia o insatisfacción. El rozamiento -esa fuerza opuesta al movimiento que se manifiesta en la superficie de contacto de dos cuerpos siempre que uno de ellos se mueva o tienda a moverse sobre otro- no existe en nuestro matrimonio. Hace meses que no la toco. Ni siquiera la rozo. Ni un beso, ni una caricia, nada. Ni recuerdo los años que hará que no hacemos el amor. Lo más irónico del asunto es que uno de los motivos que me llevó al matrimonio fue la convicción férrea que, quien no pertenece a algo estable y duradero, acaba sufriendo la peor de las agonías.

En efecto, me casé escudado en una falaz ilusión que no tardó en desmantelarse. Muy pronto entendí que mi matrimonio había nacido caduco, ajeno a toda esperanza. Contrariamente a todas aquellas parejas que sueñan a diario con un porvenir ilusorio en el horizonte -que estudian más de 15 años para que un día… que trabajan media vida para que un día… que se sacrifican por sus hijos para que un día…- mi matrimonio nació ya sin esperanza. ¿Acaso tiene sentido ampararse en falsas quimeras que no responden sino a directrices ideológicas de un mundo instrumentalizado? ¿Tiene sentido agarrarse a un sinfín inagotable de estrategias para huir de la caducidad y la finitud? ¿Acaso la sistematización, el molde, la rutina, no evoca ya a la decrepitud de un recorrido vital infructuoso y de una temporalidad baldía? Nuestro presente es ya un presente caduco, una instancia temporal que se disuelve en la nulidad y el vacío, que no puede objetivarse y que falazmente se ampara en un futuro próspero tan nulo y vacío como el presente mismo.

Terminada su actividad ante el espejo, mi mujer recoge la ropa de la habitación mientras yo hago la cama siguiendo sus instrucciones (tras 15 años de matrimonio sigo recibiendo instrucciones para todas las tareas domésticas). Bajamos a desayunar. Yo con mi taza negra y mis galletas María (no es que me gusten, simplemente es lo que hay) y ella con su taza gris y sus copos de avena seca que ingiere a palo seco, sin una gota de leche. Ambos nos sentamos con la espalda recta, la cabeza erguida y las piernas dobladas en ángulo recto. No hablamos, sólo procedemos. Al terminar el desayuno cada objeto regresa a su lugar, al mismo que le fue asignado el día que empezamos a vivir en este piso.

A ninguno de nuestros actos le acompaña nunca un comentario que tenga por objeto el acto en sí mismo. El acto no se cuestiona, no se discute. EL acto, es el acto, es la vida y la vida no es filosofía. Nunca hay lagunas ni paréntesis reflexivos en las directrices de nuestra rutina. Dentro de los parámetros de una inercia estéril e incorruptible, de una monotonía que tiene por fin la perduración y el inmovilismo, la pregunta por el objeto no tiene sentido. ¿Acaso la vida lo tiene?

-Prepárate, hay que ir a trabajar -afirma mi mujer a modo de sentencia.
La economía y la eficiencia de su lenguaje –sin lagunas o divagaciones filosóficas improductivas- es la misma que ofrece en todas sus actividades. Sus movimientos son directos, firmes y decididos. Mi mujer siempre sabe lo que quiere y hacia adonde quiere dirigirse, por eso jamás se ha saltado un escalón. Tampoco ha subido nunca dos escalones con el mismo pie. Nunca ha descendido, nunca ha tropezado o vacilado a la hora de ascender. Todas sus acciones tienen un sentido, persiguen un fin, por eso hablamos de un perfecto ejemplar para la estadística, de un modelo de eficiencia para la sociedad capitalista, tanto en su hogar como en la empresa de productos lácteos en la que ocupa un cargo directivo de primer orden. Ni una sola falta, ni un sólo retraso y por supuesto no se ha quedado embarazada por la gracia divina –un hecho que fue tomado en muy alta consideración por los altos cargos de su empresa que decidieron ascenderla-. Por todos estos motivos, mi mujer siempre ha sido muy querida y reconocida por todo el mundo.

En mi caso, el mismo proceso rutinario e inerte sigo todos los días de mi vida, aunque a diferencia de mi mujer, yo vivo sometido a recurrentes trastornos biológicos y psicóticos sin importancia (insomnio, delirio, desasosiego febril, estrés, agotamiento, angustia, nauseas, vomitas, picores...) Definitivamente, a estas alturas puedo decir que me he acostumbrado a no acostumbrarme a tales desajustes, por lo que opto por sufrirlos con absoluta indiferencia, asumiendo la naturalidad de tales efectos. Aún recuerdo años atrás la visita a un prestigioso psiquiatra y el diagnóstico que tenía por resolución un tratamiento de 20 pastillas diarias. "Si usted escucha y obedece se curará" me dijo el muy cabrón. Escuché y obedecí. Durante dos años me tomé las 20 pastillas diarias. Aquello palió algo los síntomas y empecé a dormir del tirón 6 horas al día, aunque perdí las erecciones y tuve que dejar de masturbarme en la ducha. Finalmente mi cuerpo se acostumbró a la dosis y las pastillas dejaron de hacer su efecto. En una segunda visita, mi psiquiatra aumentó a dosis a 40 pastillas diarias. Desistí en el intento - “el mundo es un absurdo, doctor no merece la pena luchar por la curación”- y le dejé las recetas encima del escritorio.

Una de las paradojas más grandes que mi existencia es que mis pensamientos siempre han volado lejos de este mundo mientras mis acciones se arrodillaban ante él. A veces me consuela la idea de que ya es demasiado tarde para cambiar –en realidad, siempre ha sido demasiado tarde- o que de nada sirve intentarlo pues toda fórmula humana está condenada al fracaso. Nunca he podido frenar el azote violento de mis pensamientos pero tampoco la inercia irremisible de mi alienación. Soy demasiado cobarde y farsante. Un fantasma, un espectro de vida, ni siquiera un antihéroe o una mala imitación de Bartleby o Bernando Soares. Por lo menos ellos son grandes mitos literarios, seres admirados como ficciones. A mi nadie puede admirarme pues ninguna cualidad poseo –ni heroica ni antiheroica- que merezca ser admirada. La gente ya no habla conmigo y los clientes de la sucursal siempre que pueden escogen otra ventanilla para la revisión de sus cuentas. No me importa, de hecho, si pudiera me levantaría y les aplaudiría, pero incluso para humillarme a mí mismo soy cobarde.

Alguna vez he pensado en suicidarme, pero este hecho tampoco cambiaría mucho las cosas. Al final he optado por encerrarme todos los días en el cuarto de baño con el pestillo corrido simulando estar en pleno proceso de defecación. Alguna vez también opto por golpearme la cabeza contra la pared, aunque mi afición predilecta es la de bajar la basura y meter la cabeza en el cubo aspirando el hedor de todas las bolsas que se hacinan en él. Aunque no lo crean, el olor a descomposición y excremento me relaja profundamente. Sólo entonces suspiro de alivio y me siento vivo, me siento regresar a la cloaca de la que provengo.

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