miércoles, 12 de octubre de 2011

La Tarjeta de crédito infinito (1er capítulo)

Despedido de la factoría de armas en la que había trabajado los últimos 30 años, abandonado por su mujer, sin familia y con una salud verdaderamente atroz, poco le quedaba a Jacques por hacer en esta vida. Recién cumplidos los 50 y sin nadie con quien celebrarlo, compró una botella de champagne, la descorchó y decidió poner punto y final a su andadura; dicho de otra manera, renunció a seguir participando en el mantenimiento y la prosperidad de Colonia, su patria, su gran amor, la tierra a la que había entregado su alma.

Nuevas ofertas del sector armamentístico fueron efectuadas y rechazadas de inmediato. Tras ellas vino el chantaje, pero como Jacques no tenía nada que perder éste se quedó sin su gas y cafeina. Finalmente llegaron amenazas de tortura, de amputación de brazos y piernas e incluso de castración, pero todas resultaron en vano. Jacques lo había decidido: no trabajaría ni un minuto más, sólo gastaría y gastaría hasta consumir todo su dinero y la poca salud que le quedaba viajando por todo el mundo. Su pierna izquierda y su oído derecho le martirizaban, pero poco le importaba en realidad. Si había renunciado a seguir contribuyendo al éxito de su patria, como no iba a renunciar también a su cuerpo y a su propia vida.

En el aeropuerto, sin reflexionar el "a dónde" el "porque", sacó un billete de avión en dirección a Liberty City (la gran capital de Colonia). En ella todo era posible, cualquier sueño podía realizarse. Sin embargo el espíritu castrado de Jacques estaba desposeído de todo anhelo y esperanza, por lo que su visita a Liberty City se presentaba como una gran paradoja irresoluble. ¿Qué hacía Jacques allí? Ni él mismo lo sabía.

Desde el momento en que aterrizó, Jacques bajó del avión y, sin recoger su maleta de la zona de equipajes, salió del aeropuerto e inicio la marcha. Caminó durante 17 horas seguidas sin rumbo ni destino, sin pararse siquiera a comer, orinar o descansar las piernas. Dieciocho horas más tarde, transitando por una gran avenida del centro, la pierna de Jacques bloqueó el rumbo de la marcha. En ese instante, el armero se desplomó completamente desvaído y para su desgracia, su caída tuvo por emplazamiento un charco de orina de perro. Algunos transeúntes se apartaron aterrados, una mujer se sofocó y salió corriendo; otros aprovecharon la ocasión para expresar su humanitarismo lanzando monedas a las piernas de Jacques. Al poco rato la gente ya transitaba indiferente al cuerpo caído. Pasaban las horas y el viejo armero no daba señales de vida. En apenas un día y medio, su ropa vieja de pueblo se había convertido en un lastimero andrajo y su pelo canoso y grasiento con una espesa barba grisácea le infundían un terrible aspecto de mendigo hambriento y desarrapado.

Cuando a primera hora de la mañana las paradas del mercado se instalaron en la avenida y el tráfico de mercaderías se vio entorpecido por la presencia de aquel ser harapiento tirado en el suelo, un par de tipos se acercaron al cuerpo y, tras comprobar que seguía vivo, decidieron llevarlo a un sitio más seguro para que -según dijeron- nadie pudiera causarle ningún daño. Uno de ellos lo agarró por las piernas, el otro por los hombros y entre ambos lo subieron a la parte trasera de un camión de mercancías. El hospital quedaba lejos, así que ambos convinieron que mejor sería llevarlo a una calle inhóspita de los barrios bajos de la ciudad. Allí estaría a salvo. Si algo había contribuido al éxito y al progreso de Colonia era el apremiante sentido del tiempo, bien lo sabían aquellos mercaderes, por ello, para no perder ni un minuto más decargando cuidadosamente a Jacques, uno de ellos lo arrojó por la puerta trasera del camión con el vehículo en marcha en una posición que impidiera el desnucamiento. La callejuela en la que aterrizó era estrecha y con una pendiente descendiente muy pronunciada. La saturación de bolsas de basura en el suelo era tal que apenas se atisbaba el pavimento. Aún así, en su caída, Jacques tuvo la mala fortuna de aterrizar en el suelo y no en una de las cientos de bolsas de basura que había y que hubiera amortiguado el golpe. El impacto en el hombro fue terrible por lo que el armero despertó al instante de su inconsciencia. El dolor que sentía en las articulaciones era tan fuerte que empezó a palpar bolsas de basura de su alrededor en busca de aquellas que fueran blanditas y pudieran servirle de apoyo para sus extremidades dañadas. De las 20 o 30 que palpó, escogió dos de ellas para apoyar el hombro y la pierna maltrecha. A través de una de las ventanas abiertas de la callejuela sonaba el himno de Colonia. Con el hombro y la pierna bien apoyados, bajo el sonido de aquella admirable melodía que tantos recuerdos le traía, Jacques se relajó profúndamente y se quedó dormido. Soñó cosas extraordinarias, proezas sólo dignas de un gran héroe, de alguien que cambiaría el signo de la historia. Despertó en el instante en que un perro negro muy peludo le lamía la cara. El animal no llevaba collar y por su aspecto sucio y maloliente parecía estar abandonado. Sus movimientos de rabo y su forma de jadear sacando la lengua provocaron en Jacques una gran sonrisa y alegría. Aquel perro era sin duda la mejor compañía que había tenido en los últimos años. Revolviendo entre las bolsas de basura en busca de algo de comer para el chucho, Jacques quedó paralizado por un instante. Tuvo que golpearse con fuerza el hombro y sentir de nuevo el dolor punzante de la articulación para saber que no estaba soñando. Entre las bolsas de basura había una tarjeta muy extraña que brillaba como un lingote oro. En el momento en que la tomó entre sus manos, un escalofrío violento recorrió su cuerpo. En la tarjeta estaban impresos su nombre y apellidos. ¿Cómo era posible? Olvidándose de su dolor, Jacques dio un brinco y se alejó asustado de la tarjeta y del vertedero de basuras. Entonces una una voz seca y metálica le habló al oído: "todo lo que te ha sucedido era necesario para que llegaras a mí". Jacques caió al suelo aterrado pero por primera vez en mucho tiempo, no sintió ningún dolor. Se levantó extrañado y fue en busca de la tarjeta. Entonces sucedió algo asombroso, algo que el armero no podía comprender pero que sin duda sabía: la tarjeta estaba en el bolsillo derecho de su pantalón. Metió la mano, la sacó del bolsillo y la examinó maravillado. Aquella parecía la joya de un gran emperador. ¡Y además tenía su nombre impreso! ¿Qué podía significar? Jacques se resistía a creer que aquello fuera real, aunque no volvería a golpearse el hombro para comprobarlo. Con la tarjeta en la mano, mientras la contemplaba con fervor, Jacques sintió de repente la irrupción de una vitalidad extraordinaria. Sus neuronas fluían con avidez y sus articulaciones volvían a responder con la fuerza y vigor de la juventud. Ni siquiera el oído derecho que tantas noches en vela le había causado, le provocaba ahora el más mínimo malestar. Jacques lloró de la emoción y a continuación empezó a reír a carcajadas como un loco. Estaba fuera de sí, no podía creer que aquel prodigio le estuviera sucediendo a él. De nuevo intentó persuadirse de que no estaba soñando, y lo consiguió rompiendo los cristales de una ventana con una bolsa de basura. “Todo es real” se dijo gritando frenético a pleno pulmón. El perro le miraba sentado y seguía jadeando con la lengua fuera. “Seguro que con esta tarjeta puedo conseguir comida y bebida”, pensó. Entonces sucedió algo asombroso: el instinto de Jacques tomó las riendas y le llevó a Mc Fullands, el restaurante más frecuentado de la ciudad cuya franquicia se había extendido por todo el mundo. En la ciudad había más de 50 Mc Fullands, por lo que el armero apenas tuvo que recorrer un par de manzanas para llegar a uno de ellos. Y lo hizo en un estado como de trance, como si estuviera poseído. Ni en la pierna, ni en el hombro sentía el más mínimo dolor. Se movía a gran velocidad como un sonámbulo esquivando inconscientemente todos los obstáculos que se ponían a su alcance. Tras él, el perro le seguía a la carrera fiel a todos sus movimientos.

Al plantarse ante la puerta y despertar a nivel consciente, Jacques volvió a llorar de la emoción. Una vez más se había cumplido su deseo, estaba en la puerta de Mc Fullands, su restaurante favorito. Al entrar vio que la cola de espera ascendía a más de 50 personas. Empero, el efecto de su entrada fue fulminante: la sala enmudeció y como si de Moisés se tratara, las aguas se abrieron a su paso. La gente se apartaba en una mezcla de asombro y estremecimiento. Jacques quedó nuevamente perplejo ante semejante prodigio. Cabizbajo cruzó el establecimiento y se dirigió a la barra. A medida que avanzaba, los clientes se apegaban los unos a los otros juntando sus caras y sus cuerpos formando un gran ovillo. Las mesas se habían vaciado y todos se hacinaban en un pelotón en la esquina del restaurante. Mientras el perro olisqueaba y comía patatas del suelo, Jacques se acercó a la barra y realizó un pedido.
-Un Special Mac Fulland con patatas, Coca-Cola y salsa de siete quesos. -expresó tímidamente- Lo mismo para mi perro.
-Si, señor- afirmó tembloroso uno de los dependientes.
Entonces Jacques sacó la tarjeta de oro para pagar y el dependiente retrocedió unos pasos atemorizado.
-Cóbrese- dijo el armero.
- Sí señor- balbució el asustado dependiente.
En el instante en que sus manos palparon la tarjeta, una vorágine frenética de imágenes y sensaciones de éxtasis sacudieron al pobre empleado. Entonces se tambaleó y cayó al suelo. El otro trabajador, desdeñando por completo a su compañero caído, le sirvió la comida a Jacques a toda prisa y con el máximo de cuidado. Pedido en mano, el armero salió del establecimiento untando sus patatas en la salsa de siete quesos y lanzando al perro una hamburguesa especial Mc Fulland. La tarjeta había vuelto a su bolsillo.

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