sábado, 20 de agosto de 2011

Viejo amigo y leal camarada

Viejo amigo y leal camarada, aquí estamos de nuevo, como si el tiempo no hubiera transcurrido, como si nada hubiera cambiado. ¡Y cuantas batallas no habremos librado juntos! El tiempo pasa y ambos tomamos caminos distintos, sin embargo tú eres ese viejo roble que vive en el bosque, firme y robusto, al que siempre recurro en momentos de hastío y abatimiento. Nuestro vínculo es viejo pero siempre renovado en los albores de una nueva primavera. Podemos separarnos pero nunca distanciarnos, podemos alejarnos pero siempre volvemos a encontrarnos. Cuantas penas derramadas, cuantos coloquios interminables, cuantas madrugadas colmadas de sonrisas y disparates.

Tras un largo recorrido, de nuevo regreso al lugar del que partí. Vuelvo a mi vieja máquina de café, a las calles de siempre y a mi antigua habitación. También vuelvo a ti y revivo contigo momentos inolvidables de dos vidas que siempre han transcurrido en paralelo, como si una mano invisible las hubiera trazado para siempre.

Miro a mi alrededor: todo es lo mismo pero todo se ha transformado para mí. Todo excepto tú mi querido roble. Tú te mantienes firme y reconocible con el paso de los años. Tus hojas verdes, renovadas y juveniles han cambiado, pero tu tronco sigue siendo el mismo. En él me apoyo una vez más para revivir bajo tu sombra, un sinfín de momentos inolvidables.

Todo transcurre sin cesar, todo es fugaz y efímero menos tú mi querido amigo. Tú eres el más grande desafío contra la caducidad de todo, tu te mantienes incorruptible, inmune a todo. EL tiempo se desliza, tu rostro muda pero insisto: tu tronco sigue siendo el mismo.

¡Cuantas tempestades no habrán soportado ya tus ramas! Mientras otros árboles son derribados, tu sigues allí, en el mismo lugar donde te dejé años atrás. Te busco por un bosque renovado y allí te encuentro de nuevo, siempre tú, siempre fiel a ti mismo.

Con ojas o sin ellas, desnudo o vestido de un verde radiante y esplendoroso, tus raíces nunca han dejado de ser resistentes y profundas. Querido por todos y añorado por muchos, la firmeza de tu tronco y la profundidad de tus raíces son tu mejor tesoro. A ellas me agarro en estos momentos, es tu fuerza la que me reconcilia contra el pesar de la finitud y la caducidad de todo.

Todo muere y todo se extingue pero tú mi querido roble, pareces imperecedero.

Una vez más y para siempre, gracias por todo mi querido amigo.



sábado, 13 de agosto de 2011

Niebla

Entre el café y el paseo, tardamos casi una hora en regresar a la zona del Casco viejo. Empezamos a caminar por ella y voluntariamente nos perdimos en el encanto de aquel laberinto de callejuelas estrechas y empedradas, con fachadas que alternaban estilos y tonalidades diferentes. Pasamos por delante de la monumental catedral de Santiago y mientras yo me entretenía haciendo fotografías, Segismundo pasó de largo sin detenerse. El gentío de la zona era abundante y el comercio se explotaba a través de una gran variedad de tiendas, mercadillos y bares de pinchos.
-He leído que por aquí están la casas de Miguel de Unamuno Y Pío Baroja- le dije a Segismundo.
-Sí. Estaría bien ir a visitarlas.
-¿Sabes dónde están?
-No, habría que preguntar.
Le preguntamos a un señor mayor que se cruzaba en nuestro camino, y con suma amabilidad y entrega nos indicó el lugar exacto donde se ubicaban. Ambos quedamos muy agradecidos de aquel trato tan afable y cordial. Le dimos las gracias y reiniciamos la marcha. En el número 10 de la calle Ronda, encontramos la casa de Miguel de Unamuno. Ésta tenía una fachada de color amarillo apagado y unos grandes ventanales negros en el centro. Abajo una placa señalaba el lugar de nacimiento del escritor.
-Aquí nació en 1.864 y murió en Salamanca en 1936 –le dije a Segismundo. Éste no mostró el menor interés por mis palabras. Me di la vuelta y le vi pensativo y con la mirada perdida. Cuando advirtió que le observaba, levantó la cabeza y me miró fijamente
- Siempre me ha fascinado “Niebla” –respondió-. Es una obra original y rompedora.
-Sí, Unamuno tenía un espíritu rebelde y rompedor. Niebla es una gran muestra de ello. Sus personajes no poseen el desarrollo clásico de la novela realista, más bien se presentan como portadores de una idea o pasión. Como si se tratara de una novela de tesis, más que de una narración convencional.
- Es cierto. Ahora me estaba acordando de la escena final, cuando el protagonista no se resigna ante su destino y se rebela ante su creador.
-Sí, es una de las escenas más conocidas de toda su obra. En ella se representa la imposibilidad del hombre de escapar de su destino.
-Y también su inconformismo, su lucha y su pretensión de sobrevivir a él. Eso es lo más fascinante. Aunque la existencia no vaya nunca más allá de una representación nebulosa cuyo fin no es otro que la muerte, el sujeto que participa de ella no debe resignarse a esperar la muerte, debe aprender a rebelarse, a convivir con la tragedia de la vida, a reafirmarse en el dolor.
-En tus palabras resuena el Nacimiento de la tragedia de Nietzsche. –le dije-. Sin embargo, no creo que esa sea la tesis central de Niebla. Yo me acogería a la idea de un profundo vacío existencial, de una insondable angustia metafísica. Todo es borroso en ella, la vida es sueño, ficción, teatro, niebla. EL imperio de la razón se diluye y no hay representación posible, de ahí el título de la obra y el desafío al carácter tradicional y dogmático de la novela decimonónica. Acuérdate de aquellas extensas descripciones y desarrollos ambientales marcados por un profundo determinismo cientifista. La novela de Unamuno (o nivola, como diría el propio autor) se opone completamente a esta visión paradigmática. Por eso en ella predominan los diálogos y los monólogos por encima de las descripciones, todos ellos entretejidos en un marco espacio-temporal más bien abstracto y atemporal.
-Es cierto. Niebla es la imagen de la insubordinación de la vida a la razón. Sin embargo, me opongo a Unamuno en el vacío y la angustia existencial como respuesta. No creo en la metafísica ni en el imperio de la razón. No todo puede reducirse a estas dos categorías humanas. En realidad, ambas poseen un grado altísimo de toxicidad y perversión. Son dos moldes gastados cuyo pretexto es dar respuesta a nuestras inquietudes y angustias humanas cuando en realidad, lo único que hacen es acrecentarlas. La vida siempre excede a nuestra capacidad de comprensión, por eso hay que aceptarla como es: borrosa, confusa, imprevisible, emocionante, delirante, trágica… y no someterla a los dominios de nada. Cualquier fórmula lógica es una limitación, una coacción a la libertad de la vida.
-Sí, de ahí que Unamuno y Calderón recurran a la metáfora del sueño como condición de la vida. Si todo es borroso, si nada es interpretable, si no hay representación posible, no hay distinción entre la ilusión y la realidad.
- Bueno en realidad, ni siquiera la metáfora creo que sea necesaria. Aquí también me opongo a Unamuno. La vida es la vida, nada más. Cualquier metáfora sobre ella es irrelevante, insuficiente, estéril. La metáfora no crea nada, sólo cubre un profundo vacío de incomprensión humana. El hombre no se resigna ante la niebla y cuando ha renegado de la razón se decanta por la metáfora como respuesta. Ambas son el fruto de su insatisfacción, de su incapacidad para resignarse a la incomprensión. La gran tragedia del hombre es su insatisfacción, de ahí que recurra constantemente a mecanismos de falsa plenitud como el arte, la metafísica o la ciencia. Y ninguno de ellos puede reparar su dolor.
- Tu respuesta es demasiado radical.La metáfora es fuente de imaginación, de creación y por lo tanto de vida.
- Puedo serlo pero también puede tener un efecto vital contraproducente, paralizante. Las metáforas, igual que las fotografías o las imágenes grabadas en una cámara pueden ahogar el instinto vital. Los hay más preocupados por fotografiar o metaforizar sobre la vida que por vivir. Y eso es síntoma de decadencia, de insatisfacción y vacío interior.
-¿Entonces no hay salvación?
Mi amigo se echó a reír.
-No te pongas dramático hombre. La hay, pero jamás habrá una respuesta elocuente a esa pregunta.

jueves, 4 de agosto de 2011

Reliquias del pasado

Por la noche, deambulando por la cama y sin poder conciliar el sueño, decidí tomar un libro al azar de mi biblioteca con los ojos cerrados. Era un volumen grueso y pesado. Lo palpé y comprobé que tenía el lomo y la cabecera muy gastados. De regreso al dormitorio, me estiré de nuevo en la cama, abrí los ojos y anduve contemplando la obra que había llegado a mis manos. Era la Montaña Mágica de Thomas Mann, una de las novelas que más impacto había tenido sobre mí vida. Como si del reencuentro con un viejo amigo se tratara, un cúmulo de imágenes y vivencias pasadas afloraron a mi mente. Sensaciones tan íntimamente asociadas al volumen, que sentí por momentos un efecto de lectura contraproducente, paralizante. Me vi con el libro en las manos y sin saber que hacer. Lo abrí al azar y apenas pude leer un par de páginas. Lo volví a cerrar y anduve largo tiempo contemplándolo como si fuera una reliquia sagrada. La portada, el lomo, la cabecera. Lo miraba y lo acariciaba con mimo como si fuese un objeto mágico capaz de transportarme a un tiempo y a un espacio olvidados. Sentí por momentos una profunda nostalgia, la misma que podemos experimentar cuando contemplamos fotografías de una época pasada en las que yacen fosilizadas las huellas de un sentimiento extinguido. Abrí de nuevo el volumen y empecé a ojearlo con un sentimiento mezcla de ilusión y nerviosismo. Un gran número de páginas tenían grandes subrayados realizados con pasión. También había anotaciones laterales con dibujitos y otras señales que ya no utilizaba en mis lecturas del presente. Un instante absolutamente revelador regresaba por momentos. Observé atentamente las líneas del subrayado: la mayor parte de ellas se curvaban en un movimiento brusco y caótico. Era evidente que habían sido trazadas en el vagón de un tren en marcha. A mi memoria regresaron los recuerdos de las lecturas en mis viajes en tren a Barcelona cuando estudiaba filosofía. Sentí de nuevo ese abrupto instante de pasión, cuando la enégica vehemencia del subrayado se interrumpía por un movimiento brusco del vagón, impidiendo así la nitidez y rectitud del trazo. Volví a sentir aquella irritación del momento en que el tren parecía burlarse de mí mientras yo me elevaba bajo el influjo de algún pasaje sublime. Leí atentamente un fragmento con varios signos de exclamación al margen y recordé la vibración de aquella primera lectura. Allí estaba yo, estirado en la cama pero lejos de ella, poseído por el objeto y dejándome vivir. De nuevo abrí el libro al azar y releí otros pasajes subrayados con muchos signos de exclamación. En aquella época, podía agregar hasta 7 signos de exclamación en un único pasaje. Como si aquel texto hubiera sido escrito para mí, como si aquellas palabras tuvieran el sello de mi personalidad. Esta vez, una sensación de extrañeza recorrió mi cuerpo. Por un momento me sentí lejos de aquella emoción que en un pasado –ahora conscientemente extinguido- me había llevado a señalar aquel pasaje como sublime y trascendente. El mensaje de aquel texto había cambiado para mí, ya no significaba nada. Había 6 signos de exclamación en él, ¿cómo era posible? Sentí rabia de mí mismo y apunto estuve de eliminar las señales de aquel subrayado. Era como si me avergonzara de haber sentido una intensa pasión por algo que ahora me resultaba indiferente. En ese instante entendí que nunca más regresaría a mi primer viaje a la Montaña Mágica, que nunca volvería a ese tren pese a seguir realizando el mismo recorrido todos los días. Aquel “yo” en el que por momentos me sentí vivir, se había desvanecido, y con él todo el sentido de aquellas vivencias. Todo había quedado distorsionado, transfigurado en el recuerdo. Cerré el libro, besé su lomo gastado con cariño y lo guardé de nuevo en la estantería.

Apenas pude pasar de las 4 horas de sueño aquella noche. Me dormí con inquietud, con la ansiedad de saber que escribiría al despertar, que de nuevo reviviría ese breve pero intenso estado de arrobamiento en el que por momentos creí recuperar un pasado que de una forma u otra pervivía en un simple y mágico volumen.

martes, 2 de agosto de 2011

En la discoteca

-¿Nos vamos? –dijo Segismundo
- ¿A dónde?-
-A una discoteca del centro. Lo siento no he podido convencerles para ir a otro sitio. La mayoría se ha impuesto-.
- Tranquilo, seguro que estará bien-.

En ese instante mi amigo torció el gesto como diciendo “ya me lo dirás luego”.
Andamos un tramo de 20 o 25 minutos hasta llegar a una discoteca enorme que parecía una nave industrial. Había unas 30 personas de cola, por lo que tuvimos que esperar casi una hora para poder entrar. En la puerta de entrada, dos porteros altos y gruesos como gorilas me revisaron de arriba abajo. En mis bambas negras detuvieron el examen y suspendieron por momentos el veredicto de mi entrada a la nave. Tras una nueva revisión, se dieron la vuelta, hablaron entre ellos y el gorila más alto se dirigió a mí con voz firme y tenaz.

-No se puede entrar con bambas-
-Un momento- dijo una chica del grupo que parecía conocer a los dos gorilas.
Se adelantó y se puso a hablar con ellos. Al momento, un tercer gorila que se ocupaba de la puerta de salida, se acercó al grupo. Su aspecto era imponente: mucho más alto que los demás, negro, con unos bíceps portentosos, gafas de sol, cabeza afeitada y una chaqueta negra de cuero. Parecía un armario empotrado. Después de platicar unos minutos con la chica, el gorila portentoso se dio la vuelta y se dirigió a mí:

-Hoy puedes pasar, pero la próxima vez no vengas con bambas- me dijo.
El sonido de su voz retumbó en mi interior como el rugido de un león. Por un instante me quedé paralizado observándole, sin saber que hacer o que decir. Ni un paso hacia delante ni hacia atrás. Sólo le miraba embelesado, hasta que alguien por la espalda me dio un pequeño empujón.

-Tira para dentro y no digas nada- me susurró Ricard
-Está bien-

En ese momento salí disparado hacia dentro con el temor irrefrenable de que el gorila volviera a dirigirse a mí. Pasé como un rayo por el guardarropa de la entrada, y cruzando una puerta accedí a una sala enorme y abarrotada de gente. La música era ensordecedora y me golpeaba la cabeza como un martillo. Era imposible comunicarse con nadie. Pronto mi grupo se dispersó: unos fueron hacia las barras, otros hacia al podium y otros se esparcieron por la pista de baile. Busqué la barra más cercana y fui hacia ella. En ese instante un chico se levantó de un taburete y yo aproveché para sentarme. Intentando desdeñar aquella música atronadora, me di la vuelta y busqué a la camarera para pedir una bebida. No tardé en dar con ella pues era imposible que la chica pasara desapercibida: andaba de un lado para otro contoneándose y mascando chicle, tenía una larga cabellera rubia y rizada -probablemente teñida- cara de viciosa y unos pechos turgentes que estaban casi al descubierto bajo un vestido rojo ajustado y muy escotado. De vez en cuando se acordaba de su oficio de camarera y ponía alguna copa. A la cuarta o quinta llamada, vino a mí con gesto indulgente y se quedó mirándome sin preguntar nada.

-Una cerveza por favor- le dije.
- ¿Cómo?- preguntó inclinándose y poniendo sus pechos al descubierto.
-¡Una cerveza, por favor!,- grité a pleno pulmón-.

No respondió nada, sólo vi como se alejaba moviendo las caderas. A medio camino se detuvo a hablar con un chico musculoso que llevaba una apretada camiseta de tirantes. Se acercó a él y le susurró algo al oído mientras éste colocaba su brazo derecho en el hombro de ella. La chica sonrió y él se acercó un poco más, como para darle un beso. En ese instante, ella le quitó el brazo de encima y se alejó de golpe. Había varios brazos levantados cada vez que cruzaba la barra pero ella los ignoraba. Unos minutos más tarde volvió con mi cerveza. Se acercó a mí y con un gesto brusco la clavó encima de la mesa.

-Seis- me dijo.
-¿Cómo? Respondí sin entender lo que me decía.
-Que son 6 euros- respondió con brusquedad-
El precio me dejó noqueado en la lona, pero no ose levantarme a protestar. Sólo deseaba perderla de vista de una vez. Le pagué y por fin pude sacarla de mi ángulo de visión.

Mientras bebía mi cerveza de 6 euros, me dediqué a observar hacia la pista de baile. La nota general –principalmente la del género masculino- era bailar arrítmicamente y sin estilo, sosteniendo un baso de tubo con mucho hielo (tener algo en las manos era seña de ocupación) para poder observar a las chicas del entorno con un deseo expresado a través de ridículas miradas enigmáticas. Las mujeres eran las protagonistas de la fiesta, de eso no había duda. Sobre ellas giraba todo: la embriaguez, el baile, el vestuario… En realidad, se podría decir que ésta fórmula de ocio tan rentable no tendría sentido sin ellas. Ellas son el cebo que el hombre necesita para ser arrastrado a estos lugares, de ahí que tengan licencias especiales, como pagar una tasa inferior en la entrada o transgredir la edad mínima permitida para entrar, bajo el disfraz de un buen vestido y una buena capa de maquillaje.

No había duda de que gran parte de ellas se sentían observadas, deseadas y acechadas de una forma directamente proporcional a su belleza, atractivo y predisposición a ser conquistadas. Algunas se rodeaban de hombres y se dejaban seducir, otras fingían desear ser conquistadas para ser el centro de atención y tener a una tropa de hombres a su servicio. También las había con más dignidad que rechazaban rotundamente a ese perfil de hombre-buitre refugiándose en la gente de su grupo. Novios, amigas o compañeros de grupo eran el escudo preferente para algunas chicas que habían venido simplemente a bailar y no deseaban ser cortejadas. Viendo aquel panorama, me percaté de que las mujeres menos agraciadas físicamente eran realmente las únicas que podían bailar y moverse con absoluta libertad, sin ser acechadas por todo tipo de miradas viciosas. Era bastante patético, como un zoológico plagado de animales en celo.

Por un momento me centré en el baile y la expresión altiva de algunos chicos. La mayoría –copa en mano y simulando movimientos con arte- parecían sumamente complacidos de su liberación y emancipación de la rutina, un hecho que chocaba frontalmente con la evidencia de que todos seguían exactamente el mismo patrón de conducta. Todos se liberaban bebiendo borreguilmente –o simulando beber sosteniendo vasos con hielo- deambulando sin ton ni son por la pista y sintiéndose dueños de un estado de liberación que en realidad no era tal, pues ya estaba preestablecido externamente bajo los parámetros del consumismo. Aquella sensación era la misma que se gestaba en los bares o campos de fútbol, una sensación raptada y asociada a una fórmula concreta de consumo, ajena a la decisión libre de un sujeto individual. Verdaderamente la formula era muy sencilla y efectiva, pues más allá de la preferencia individual de cada uno, no costaba demasiado esfuerzo entrar en un lugar así, olvidar las prioridades personales y moverse al son de la manada, al ritmo de aquel pum pum y chumba chumba que movía a una marea enorme de gente.

¿Cuántas sensaciones y decisiones no se fingen sentir como propias y libres cuando en realidad responden a un marco de intereses pactado y diseñado externamente? Pensé en aquel instante. El borracho –o aparentemente borracho- hace el loco porque sabe que la euforia es el estado que debe transmitir para sentirse integrado. De un modo análogo, el acechador de mujeres sabe que ese comportamiento es aplaudido y laureado por los compañeros de su grupo. Ligar, cortejar, emborracharse o sostener un vaso de cubalibre eran actitudes estandarizadas que debían realizarse o fingirse para poder integrarse en aquel ambiente. Por un momento, miré a través del cristal de mi cerveza vacía de 6 euros y me pregunté que estaba haciendo en un lugar así. Al poco rato aparecieron Segismundo, Ricard y dos chicos más de la cena.

- Te estábamos buscando- me dijo Segismundo.
- Éste ha preferido seguir emborrachándose en la barra. – dijo Ricard-
-Venga chicos un Whisky para cada uno, yo invito- Vociferó el chico rubio que iba con ellos-.
-¿Whisky solo? Preguntó Ricard.
-EL Whisky solo es para hombres de verdad- voceó el chico rubio.
Yo odiaba el whisky pero no tuve la menor oportunidad de rechazar la invitación. De repente me vi con la copa en la mano, brindando y dando un gran trago de Jack Daniels cuyo sabor me pareció espantoso.

-Venga, vamos al centro de la pista- exclamó el chico rubio levantando la copa como si se tratara de una lanza de guerra. Llegar al centro me costó varios empujones y pisotones. Incluso llegué a derramar la bebida de un chico que se me cruzó justo en el instante en que yo me habría camino. La gente se apiñaba como sardinas y un olor mezcla de sudor y alcohol encharcado recorría toda la sala. Realmente habría sido más fácil cruzar un bosque de ramas y espinas –pensé-. El volumen de la música se acentuaba a medida que nos acercábamos a la zona central y las luces de colores me cegaban la vista. Cuando llegamos, Segismundo me habló al oído.
-¿Me puedes explicar que hacemos tú y yo bebiendo whisky en el centro de una macrodiscoteca?-
- Yo que pensaba que tú tendrías una respuesta-le dije.
Mi amigó se río y asintió con un movimiento de cabeza.
-Aprende como se baila- me dijo a gritos, separándose de mí.

Entonces empezó a moverse de una forma absolutamente vulgar y ridícula, como imitando paródicamente a la gente que tenía a su alrededor. Los dos compañeros de la cena andaban a lo suyo: bailando sin alma y dando pequeños tragos al whisky -básicamente para prolongar su ocupación a manos de la bebida- al tiempo que observaban con mirada atenta a las chicas que había a su alrededor. EL chico rubio intentó subir al podium que teníamos enfrente pero cayó enseguida. Allí no cabía ni un alfil. Lejos de desanimarse, siguió bailando y recorriendo el entorno con la mirada, buscando presas que se adaptaran a sus pretensiones. Al cabo de unos minutos, con la excusa de ir al servicio me alejé de la lata de sardinas. Me costó más de 5 minutos llegar a la zona de váteres y cuando finalmente lo hice, tuve que sortear una enorme cola que procedía del baño de mujeres. En un instante, 5 mujeres salieron de allí juntas y cogidas del brazo. Las esquivé apretándome contra la pared para no romper la cadena y entré en el servicio de caballeros. Dentro, dos chicos retocaban al milímetro sus peinados delante del espejo, mientras otros se mantenían agazapados fumando en el retrete. La mezcla de olor a tabaco y a pipí, el papel de váter mojado y desparramado por el suelo y la mierda incrustada en los retretes era de una repugnancia sólo comparable a las cloacas o a los servicios de la estación de tren. Salí de allí con nauseas y fui hacia a la puerta de salida. Cuando ya veía los exteriores, el gorila descomunal cruzó su brazo y me detuvo.

-Si quieres volver a entrar- tendré que sellarte- afirmó con voz grave y contundente.
Allí estaba de nuevo: grande y musculoso como una roca enorme e indestructible. De nuevo anduve mirándole petrificado y sin pestañear. Cansado de esperar una respuesta, el gorila agarró mi brazo derecho y me clavó el sello de la discoteca. Sellado y aturdido salí hacia fuera, me senté en la acera cerca de una farola y encendí un cigarrillo. Por un momento respiré profundamente lejos del gorila, de la música martilleante, de la camarera, de la lata de sardinas y de aquellos váteres que parecían cloacas.