martes, 2 de agosto de 2011

En la discoteca

-¿Nos vamos? –dijo Segismundo
- ¿A dónde?-
-A una discoteca del centro. Lo siento no he podido convencerles para ir a otro sitio. La mayoría se ha impuesto-.
- Tranquilo, seguro que estará bien-.

En ese instante mi amigo torció el gesto como diciendo “ya me lo dirás luego”.
Andamos un tramo de 20 o 25 minutos hasta llegar a una discoteca enorme que parecía una nave industrial. Había unas 30 personas de cola, por lo que tuvimos que esperar casi una hora para poder entrar. En la puerta de entrada, dos porteros altos y gruesos como gorilas me revisaron de arriba abajo. En mis bambas negras detuvieron el examen y suspendieron por momentos el veredicto de mi entrada a la nave. Tras una nueva revisión, se dieron la vuelta, hablaron entre ellos y el gorila más alto se dirigió a mí con voz firme y tenaz.

-No se puede entrar con bambas-
-Un momento- dijo una chica del grupo que parecía conocer a los dos gorilas.
Se adelantó y se puso a hablar con ellos. Al momento, un tercer gorila que se ocupaba de la puerta de salida, se acercó al grupo. Su aspecto era imponente: mucho más alto que los demás, negro, con unos bíceps portentosos, gafas de sol, cabeza afeitada y una chaqueta negra de cuero. Parecía un armario empotrado. Después de platicar unos minutos con la chica, el gorila portentoso se dio la vuelta y se dirigió a mí:

-Hoy puedes pasar, pero la próxima vez no vengas con bambas- me dijo.
El sonido de su voz retumbó en mi interior como el rugido de un león. Por un instante me quedé paralizado observándole, sin saber que hacer o que decir. Ni un paso hacia delante ni hacia atrás. Sólo le miraba embelesado, hasta que alguien por la espalda me dio un pequeño empujón.

-Tira para dentro y no digas nada- me susurró Ricard
-Está bien-

En ese momento salí disparado hacia dentro con el temor irrefrenable de que el gorila volviera a dirigirse a mí. Pasé como un rayo por el guardarropa de la entrada, y cruzando una puerta accedí a una sala enorme y abarrotada de gente. La música era ensordecedora y me golpeaba la cabeza como un martillo. Era imposible comunicarse con nadie. Pronto mi grupo se dispersó: unos fueron hacia las barras, otros hacia al podium y otros se esparcieron por la pista de baile. Busqué la barra más cercana y fui hacia ella. En ese instante un chico se levantó de un taburete y yo aproveché para sentarme. Intentando desdeñar aquella música atronadora, me di la vuelta y busqué a la camarera para pedir una bebida. No tardé en dar con ella pues era imposible que la chica pasara desapercibida: andaba de un lado para otro contoneándose y mascando chicle, tenía una larga cabellera rubia y rizada -probablemente teñida- cara de viciosa y unos pechos turgentes que estaban casi al descubierto bajo un vestido rojo ajustado y muy escotado. De vez en cuando se acordaba de su oficio de camarera y ponía alguna copa. A la cuarta o quinta llamada, vino a mí con gesto indulgente y se quedó mirándome sin preguntar nada.

-Una cerveza por favor- le dije.
- ¿Cómo?- preguntó inclinándose y poniendo sus pechos al descubierto.
-¡Una cerveza, por favor!,- grité a pleno pulmón-.

No respondió nada, sólo vi como se alejaba moviendo las caderas. A medio camino se detuvo a hablar con un chico musculoso que llevaba una apretada camiseta de tirantes. Se acercó a él y le susurró algo al oído mientras éste colocaba su brazo derecho en el hombro de ella. La chica sonrió y él se acercó un poco más, como para darle un beso. En ese instante, ella le quitó el brazo de encima y se alejó de golpe. Había varios brazos levantados cada vez que cruzaba la barra pero ella los ignoraba. Unos minutos más tarde volvió con mi cerveza. Se acercó a mí y con un gesto brusco la clavó encima de la mesa.

-Seis- me dijo.
-¿Cómo? Respondí sin entender lo que me decía.
-Que son 6 euros- respondió con brusquedad-
El precio me dejó noqueado en la lona, pero no ose levantarme a protestar. Sólo deseaba perderla de vista de una vez. Le pagué y por fin pude sacarla de mi ángulo de visión.

Mientras bebía mi cerveza de 6 euros, me dediqué a observar hacia la pista de baile. La nota general –principalmente la del género masculino- era bailar arrítmicamente y sin estilo, sosteniendo un baso de tubo con mucho hielo (tener algo en las manos era seña de ocupación) para poder observar a las chicas del entorno con un deseo expresado a través de ridículas miradas enigmáticas. Las mujeres eran las protagonistas de la fiesta, de eso no había duda. Sobre ellas giraba todo: la embriaguez, el baile, el vestuario… En realidad, se podría decir que ésta fórmula de ocio tan rentable no tendría sentido sin ellas. Ellas son el cebo que el hombre necesita para ser arrastrado a estos lugares, de ahí que tengan licencias especiales, como pagar una tasa inferior en la entrada o transgredir la edad mínima permitida para entrar, bajo el disfraz de un buen vestido y una buena capa de maquillaje.

No había duda de que gran parte de ellas se sentían observadas, deseadas y acechadas de una forma directamente proporcional a su belleza, atractivo y predisposición a ser conquistadas. Algunas se rodeaban de hombres y se dejaban seducir, otras fingían desear ser conquistadas para ser el centro de atención y tener a una tropa de hombres a su servicio. También las había con más dignidad que rechazaban rotundamente a ese perfil de hombre-buitre refugiándose en la gente de su grupo. Novios, amigas o compañeros de grupo eran el escudo preferente para algunas chicas que habían venido simplemente a bailar y no deseaban ser cortejadas. Viendo aquel panorama, me percaté de que las mujeres menos agraciadas físicamente eran realmente las únicas que podían bailar y moverse con absoluta libertad, sin ser acechadas por todo tipo de miradas viciosas. Era bastante patético, como un zoológico plagado de animales en celo.

Por un momento me centré en el baile y la expresión altiva de algunos chicos. La mayoría –copa en mano y simulando movimientos con arte- parecían sumamente complacidos de su liberación y emancipación de la rutina, un hecho que chocaba frontalmente con la evidencia de que todos seguían exactamente el mismo patrón de conducta. Todos se liberaban bebiendo borreguilmente –o simulando beber sosteniendo vasos con hielo- deambulando sin ton ni son por la pista y sintiéndose dueños de un estado de liberación que en realidad no era tal, pues ya estaba preestablecido externamente bajo los parámetros del consumismo. Aquella sensación era la misma que se gestaba en los bares o campos de fútbol, una sensación raptada y asociada a una fórmula concreta de consumo, ajena a la decisión libre de un sujeto individual. Verdaderamente la formula era muy sencilla y efectiva, pues más allá de la preferencia individual de cada uno, no costaba demasiado esfuerzo entrar en un lugar así, olvidar las prioridades personales y moverse al son de la manada, al ritmo de aquel pum pum y chumba chumba que movía a una marea enorme de gente.

¿Cuántas sensaciones y decisiones no se fingen sentir como propias y libres cuando en realidad responden a un marco de intereses pactado y diseñado externamente? Pensé en aquel instante. El borracho –o aparentemente borracho- hace el loco porque sabe que la euforia es el estado que debe transmitir para sentirse integrado. De un modo análogo, el acechador de mujeres sabe que ese comportamiento es aplaudido y laureado por los compañeros de su grupo. Ligar, cortejar, emborracharse o sostener un vaso de cubalibre eran actitudes estandarizadas que debían realizarse o fingirse para poder integrarse en aquel ambiente. Por un momento, miré a través del cristal de mi cerveza vacía de 6 euros y me pregunté que estaba haciendo en un lugar así. Al poco rato aparecieron Segismundo, Ricard y dos chicos más de la cena.

- Te estábamos buscando- me dijo Segismundo.
- Éste ha preferido seguir emborrachándose en la barra. – dijo Ricard-
-Venga chicos un Whisky para cada uno, yo invito- Vociferó el chico rubio que iba con ellos-.
-¿Whisky solo? Preguntó Ricard.
-EL Whisky solo es para hombres de verdad- voceó el chico rubio.
Yo odiaba el whisky pero no tuve la menor oportunidad de rechazar la invitación. De repente me vi con la copa en la mano, brindando y dando un gran trago de Jack Daniels cuyo sabor me pareció espantoso.

-Venga, vamos al centro de la pista- exclamó el chico rubio levantando la copa como si se tratara de una lanza de guerra. Llegar al centro me costó varios empujones y pisotones. Incluso llegué a derramar la bebida de un chico que se me cruzó justo en el instante en que yo me habría camino. La gente se apiñaba como sardinas y un olor mezcla de sudor y alcohol encharcado recorría toda la sala. Realmente habría sido más fácil cruzar un bosque de ramas y espinas –pensé-. El volumen de la música se acentuaba a medida que nos acercábamos a la zona central y las luces de colores me cegaban la vista. Cuando llegamos, Segismundo me habló al oído.
-¿Me puedes explicar que hacemos tú y yo bebiendo whisky en el centro de una macrodiscoteca?-
- Yo que pensaba que tú tendrías una respuesta-le dije.
Mi amigó se río y asintió con un movimiento de cabeza.
-Aprende como se baila- me dijo a gritos, separándose de mí.

Entonces empezó a moverse de una forma absolutamente vulgar y ridícula, como imitando paródicamente a la gente que tenía a su alrededor. Los dos compañeros de la cena andaban a lo suyo: bailando sin alma y dando pequeños tragos al whisky -básicamente para prolongar su ocupación a manos de la bebida- al tiempo que observaban con mirada atenta a las chicas que había a su alrededor. EL chico rubio intentó subir al podium que teníamos enfrente pero cayó enseguida. Allí no cabía ni un alfil. Lejos de desanimarse, siguió bailando y recorriendo el entorno con la mirada, buscando presas que se adaptaran a sus pretensiones. Al cabo de unos minutos, con la excusa de ir al servicio me alejé de la lata de sardinas. Me costó más de 5 minutos llegar a la zona de váteres y cuando finalmente lo hice, tuve que sortear una enorme cola que procedía del baño de mujeres. En un instante, 5 mujeres salieron de allí juntas y cogidas del brazo. Las esquivé apretándome contra la pared para no romper la cadena y entré en el servicio de caballeros. Dentro, dos chicos retocaban al milímetro sus peinados delante del espejo, mientras otros se mantenían agazapados fumando en el retrete. La mezcla de olor a tabaco y a pipí, el papel de váter mojado y desparramado por el suelo y la mierda incrustada en los retretes era de una repugnancia sólo comparable a las cloacas o a los servicios de la estación de tren. Salí de allí con nauseas y fui hacia a la puerta de salida. Cuando ya veía los exteriores, el gorila descomunal cruzó su brazo y me detuvo.

-Si quieres volver a entrar- tendré que sellarte- afirmó con voz grave y contundente.
Allí estaba de nuevo: grande y musculoso como una roca enorme e indestructible. De nuevo anduve mirándole petrificado y sin pestañear. Cansado de esperar una respuesta, el gorila agarró mi brazo derecho y me clavó el sello de la discoteca. Sellado y aturdido salí hacia fuera, me senté en la acera cerca de una farola y encendí un cigarrillo. Por un momento respiré profundamente lejos del gorila, de la música martilleante, de la camarera, de la lata de sardinas y de aquellos váteres que parecían cloacas.

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