lunes, 31 de octubre de 2011

Evaluación final de 4º de la ESO

Tras una mañana agotadora de clases —todas las de final de curso lo son—, a última hora del día tienen lugar las primeras sesiones de evaluación final de 4º de la ESO. La reunión a la que debo asistir es la de 4º C. Unos comentarios relajados y anodinos, algún chiste vulgar del profesor de matemáticas, nos sentamos, se reparten las listas de notas de todos los alumnos y, tras realizar las pertinentes comprobaciones, da comienzo la sesión. El tutor toma la palabra y expone algunos apuntes generales protocolarios sobre la dinámica del grupo —la mayor parte de ellos reiterados a lo largo del curso—. Concluido el trámite, la evaluación individual comienza por orden alfabético.
«Ana Álvarez, lo aprueba todo», apunta el tutor revisando las notas. «Hay que felicitarla, se lo merece», indica la profesora de catalán. Varios reafirman sus palabras gesticulando con la cabeza arriba y abajo en señal de asentimiento. «A mí me ha bajado un poco el rendimiento, pero aún así le he mantenido la nota», subraya el profesor de tecnología.
Juan Ávila es el siguiente: «Suspende física y química», dice el tutor sin levantar la vista del papel. «No hace nada en clase y además lo ha entregado todo tarde y mal. Un examen lo tiene aprobado y el otro suspendido», indica la profesora. «Puede hacer mucho más», «Es un vago», «La mía la ha aprobado de milagro», «Si no espabila, en bachillerato se estrellará», «Yo no le veo motivado», comentan por enésima vez un pequeño grupo de profesores. Algunos gesticulan corroborando sus palabras, otros guardan silencio con indiferencia. El tutor interviene: «Sí, es cierto que podría hacer mucho más. Sus padres lo saben, he hablado muchas veces con ellos sobre este tema». Mientras algunos profesores comentan en pequeño comité algunas anécdotas del curso que tienen a Juan por protagonista, el tutor se dirige en privado a la profesora de física y química. Un breve coloquio y rápidamente se le pone un cinco. Vuelvo la cabeza y por encima del hombro miro de reojo a la profesora. Leo en su rostro y advierto en su gesto inmóvil e inexpresivo, el signo inexorable de una rectificación inminente. Mientras el tutor se dirige a ella, sus facciones están completamente relajadas. Su mirada impasible es la de alguien que sabe el resultado del proceso antes de que éste haya concluido. En definitiva, el cambio de nota es un hecho tan evidente y consabido por todos, que bien podía haberse evitado la absurda corrección con bolígrafo en el papel impreso.

Tras un breve espacio de silencio, pasamos al siguiente alumno. «Borja Bonilla, repetidor». Con la lectura del nombre se escucha un leve murmullo y algunas risitas cómplices. «Borjita Borjita, al final le he acabado cogiendo cariño al chaval, y eso que no me aprueba un examen ni a la de tres», exclama sonriente el profesor de matemáticas con sus manos apoyadas en su portentosa barriga. Y añade: «No creo que sepa ni las tablas de multiplicar». «A mí me hace más de treinta faltas de ortografía en cada examen, pero como sólo puedo restarle dos puntos, al final me ha aprobado con un cinco raspado», apunta el recién llegado sustituto de lengua española. El tutor retoma la palabra: «Borja suspende matemáticas, inglés, física y química y ética». «¿Sólo suspende cuatro?», pregunta perpleja la profesora de física y química. «Madre mía» añade a continuación en voz baja, en un tono que resume a la perfección su posición mezcla de frustración y escepticismo ante la insensatez y degeneración del sistema.
«Yo le he aprobado con un cuatro», responde el de tecnología. Su comentario se pierde en el aire y empieza el repaso de las asignaturas suspendidas. Soy el primero, pero como la ética es lo que se llama una "asignatura María" -o "asignatura fantasma"- es decir, que se puede asustar al alumno suspendiéndole durante el curso pero que al final siempre se le regala, Borja Bonilla pasa automáticamente de cuatro a tres asignaturas suspendidas.
Es el turno de física y química: «En mi clase no ha hecho absolutamente nada en todo el curso. Tiene un cero en todos los exámenes, nunca ha hecho los deberes y no ha entregado ninguno de los trabajos que le pedí pese a haberle concedido varios aplazamientos», afirma con contundencia la profesora, aún siendo plenamente consciente de cuál será el veredicto final.
Se hace el silencio. Ni siquiera el psicólogo puede alegar nada al respecto. ¿Acaso hay algo que justificar? No se puede. Nadie puede. El tutor lo sabe y, levantando la cabeza, busca otros aliados. En este caso su tabla de salvación pasa por la profesora de inglés «¿Tú cómo lo ves?», le pregunta en tono condescendiente. «Bueno tiene un tres con cuatro de nota media», afirma con boca de piñón mientras resigue ayudada por el dedo índice y con la mirada petrificada las notas de su libreta. El tono de sus palabras denota una evidencia: la cosa va a arreglarse aunque sea con embudo. «En los exámenes tiene un uno y un dos y medio, pero con los ejercicios y la actitud, le queda un tres con cuatro. Le he puesto un tres pero bueno… que podría ser un cuatro», indica mirando al tutor con una vocecilla insegura de oveja apaleada.
En ese instante interviene el siempre elegante y atractivo psicólogo; sabe que es su momento: «No os olvidéis que el chico tiene problemas serios: hace poco sus padres se divorciaron, su madre friega escaleras todos los días y su padre, que se pasa media vida en el bar, tiene a Borja completamente desatendido. El chico se pasa todo el día en la calle o delante del ordenador. Lo ha pasado realmente mal». «Pues en las clases se le ve la mar de feliz», añade el siempre despreocupado y alegre profesor de matemáticas. «Eso no es así», interrumpe la profesora de catalán. «En realidad lo que hace es buscar constantemente la atención de los demás. Borja tiene un vacío emocional muy grande», afirma en un tono acaramelado de gata maula. Cada vez que abre la boca una bilis intensa como la diarrea me corroe por dentro. Tras su apología exculpatoria, levanta la vista y se dirige al psicólogo buscando su aprobación. Éste asiente apesadumbrado y prosigue con su argumentación. En el centro de la escena, se le ve crecido y seguro de sí mismo. Sus palabras se deslizan ahora con finura y elegancia a través de sus envidiables labios carnosos, mientras su mano derecha acaricia con suavidad su pelo castaño y liso. «Es evidente que su comportamiento y su falta de aptitud está muy marcada por los condicionantes que os he expuesto, por eso creo que deberíamos tener muy en cuenta su situación a la hora de evaluarlo». «Entiendo que su situación sea muy difícil, pero ¿cómo vamos a aprobarle el inglés con un uno y un dos y medio en los exámenes?», interrumpe el joven sustituto de lengua castellana». «Pobre ingenuo», pienso para mis adentros mientras le doy una palmadita en la espalda. «Si no le aprobamos, ¿adónde irá? ¿Qué hará con su vida? Yo creo que deberíamos tener un poquito de corazón», responde la profesora de catalán imponiendo a la fuerza una ridícula esfera melodramática y tachando a su vez, desde el sentimentalismo más vulgar, cualquier opinión contraria. Más allá de desaprobar sus palabras, la desprecio con la mirada. Desprecio todo lo que es, todo su ser al completo y por supuesto la farsa que representa a diario. «¿Tú qué opinas?», pregunta el tutor fijando la vista en el último de los jueces. Evidentemente el cuatro de inglés ya se da por hecho y por supuesto el aprobado de la asignatura. «Mira, el chico está suspendido y, sinceramente, no aprobaría un examen en el resto de su vida ni aunque le dejara copiar. Si lo que queréis es saber mi opinión, a mí me da igual, haced lo queráis», responde con una evasiva el profesor de matemáticas.
Tras un espacio de silencio, el tutor vuelve a tomar la palabra: «A ver, para no retardar más el asunto, que vamos mal de tiempo. Todos sabemos que el chico tiene una situación muy delicada en su casa. Es repetidor y, por lo que sé, no tiene intención de hacer bachillerato. Tampoco creo que sus padres le obliguen a ello. En todo caso hablaré con ellos». «Hay que orientarlos, hacerles comprender lo que su hijo necesita» añade el psicólogo. La profesora de catalán asiente ceremoniosamente y se suma a la coletilla de su compañero con una de sus píldoras pseudofilosóficas nauseabundas: «Qué importante es la comprensión para el género humano. Comprendernos los unos a los otros es la clave de la existencia». En su expansión filosófica, sus ojos están fuera de sus órbitas y su mirada parece extraviada en un horizonte muy lejano. Pero que pronto regresa de él la maldita musa. Ya podría perderse en el Olimpo de su letrina pseudofilosófica y no regresar jamás. Pero no, aquí la tenemos de nuevo, enfocando con su mirada la misma mesa que yo contemplo. Y encima el psicólogo asiente a su perorata con un gesto refinado de máxima distinción y vuelve a acariciar su pelo. La escena no puede ser más bochornosa. «Estoy de acuerdo con lo que decís», añade el tutor. «Además, hay que tener en cuenta que si le damos el graduado a Borja, lo único que va a hacer es buscar trabajo o intentar entrar en algún módulo de formación. Todos sabéis cómo es, él no quiere estudiar Bachillerato». «Vender pipas es lo que va a hacer», interrumpe el profesor de matemáticas en tono de sorna. «Pues que sea un vendedor de pipas sin título hombre, ¡que ya está bien!», contesta irritada y descompuesta la profesora de física y química. «Si adoptamos esa actitud le estamos condenando», responde el psicólogo en un tono sereno no exento de desaprobación. «Oye, perdona, que se ha condenado él solito», matiza con ironía la profesora. A mi lado, el recién llegado profesor de lengua española no para de morderse los labios y las uñas en señal de una terrible inquietud. Alto, joven y robusto como una pared, parece un tigre enjaulado en un zoológico. ¿De que le serviría rugir? De nada, bien que lo sabe, por eso opta por callar. Quizás algún día deje de hacerlo. En todo caso, sabe que este no es su momento.
Un espacio de silencio para calmar los ánimos precede a la resolución final. Todo es apariencia, pues indudablemente todos conocemos el veredicto. Firmemente decidido a zanjar favorablemente el asunto, el psicólogo vuelve a intervenir: «Está en nuestra manos ayudar al chico, creo que tendríamos que darle el graduado», sentencia con un falso condicional, mirando con dulzura humanitaria a ambos lados de la mesa. Algunos asienten, otros pasan olímpicamente. Ni un sólo reproche más. Vamos con retraso y a nadie le gusta gastar saliva inútilmente para encima llegar tarde a comer. «¿Alguien tiene algo más que decir?», añade el tutor. «No, y venga, pasemos al siguiente que se nos echa el tiempo encima», afirma el profesor de matemáticas con las manos en la barriga.

viernes, 14 de octubre de 2011

Lo nuevo y lo viejo, lo conocido y lo desconocido

Se acerca el fin de semana. Me levanto el viernes por la mañana feliz, con la expectativa de alcanzar en estos días de fiesta las cotas de emoción, euforia y felicidad que nos llevan a percibir la vida como algo extraordinario. El viernes transcurre sin más; sin emoción ni frescura. Llega el sábado. Me levanto y de nuevo todo lo que sucede es previsible, desapasionado y trivial. Por la tarde me revelo ante la tiranía del ordenador y salgo a pasear. Las expectativas del paseo son desalentadoras pero debo escapar de casa, de la monotonía, aunque sea para volver a recorrer el mismo paseo de Blanes que desemboca en el río Tordera.

En el transcurso del paseo algo extraño acontece, algo imprevisible dentro de la dinámica de lo previsible. Hace mucho viento y el mar está embravecido. El paseo me anima, extiendo los brazos y percibo por momentos una sensación extraordinaria de vuelo. El viento silba y agita mis cabellos con fuerza. Con mi pierna sana bailo su canción y mi excitación va en aumento. Cuando ésta decae, bajo a la arena y me siento en una roca muy cercana al mar. La calma que prosigue a la excitación se va deslizando por todo mi cuerpo y siento que el murmullo del viento y el batir de las olas abrazan mi reposo. En el ocaso del sol de última hora de la tarde, saco la libreta y empiezo a escribir y a soñar a partir de algo que, aunque es meramente rutinario, ha dejado de serlo para convertirse en algo extraordinario.

Pienso en mis grandes amigos y en mi madre. Pienso en esas personas que nos acompañan todos los días y a las que conocemos —o creemos conocer— demasiado bien. Éstas ya no nos sorprenden ni nos maravillan como antes; en ocasiones, incluso las aborrecemos. Están siempre ahí, lo sabemos, por eso hemos dejado de buscarlas. Quizás si se alejaran de nuestro lado, si dejaran de pertenecernos, entonces comprenderíamos lo extraordinarias que son en realidad. Lo mismo sucede con este paseo, el mismo que he recorrido en los últimos treinta años de mi vida y que en incontables ocasiones he percibido como monótono, estéril y aburrido a pesar del mar, el viento, las olas, el sol, la tranquilidad… A pesar de todo. Hoy lo exploro de nuevo y floto por él como lo haría bajo el estímulo de una tierra lejana y desconocida.

Aunque no lo percibamos, ni las cosas ni las personas que nos rodean se mantienen inalterables. Somos nosotros quienes las fijamos en un marco de percepción fijo desposeyéndolas de todo su encanto y evolución permanente. Las gastamos y desvalorizamos en esa percepción reiterada.Es evidente que en ocasiones hay que romper, alejarse, porque en la distancia no sólo sentimos la añoranza y la consecuente revalorización, sino también la ruptura con ese pernicioso anclaje sinóptico-simplificado de nuestra percepción de lo conocido. De esta forma, podemos comprender que la emoción, la pasión o el entusiasmo no son patrimonio exclusivo de lo desconocido, sino también de lo conocido.

Quizás la lección más importante sería aprender que no es necesario alejarse de las cosas conocidas y compararlas con otras desconocidas —que por el simple hecho de ser nuevas parecen mejores— para comprender su valor real y todo lo que pueden ofrecernos. Hay que andar y desandar continuamente. Leer y releer para volver a abrazar todas aquellas cosas que un momento determinado nos parecieron hermosas, ya que en el fondo, nunca han dejado de serlo. El reto más importante de la vida está en la continua renovación interna, y ésta no puede depender sólo de grandes proyectos orientados hacia lo desconocido, sino también de nuestra capacidad de revisión y reactualización de lo conocido. Lo nuevo atrae por el simple hecho de que es nuevo, pero pronto pierde su valor como novedad; entonces nos amparamos en la perspectiva futura de un porvenir sobre el que proyectamos todas nuestras ficciones, ilusiones o fantasías. Lo nuevo que vendrá nos ilusiona y sobre ello nos objetivamos falazmente. Así es como lo conocido, lo cotidiano se convierte en algo anodino, trivial y pierde todo su valor.

En mi opinión, esta imperiosa necesidad de lo nuevo es el síntoma decadente de una cultura mercantil que navega en el vacío y que arrastra a toda una marea de sujetos empobrecidos individualmente e incapaces de transformar y renovar nada de cuanto ven a su alrededor. Por eso sólo la novedad puede satisfacerlos. Y para justificarse, se acogen al tópico de que el hombre es un ser insatisfecho por naturaleza que siempre ansía más de lo que posee. Tristemente ignoran que dicha filosofía de vida no es más que una impostura inculcada por las altas esferas de una cultural industrial que pretende asociar el progreso al cambio y a la renovación material y cuya profunda decadencia espiritual nos impide ver lo extraordinario, lo hermoso y lo mágico de lo comúnmente conocido.

miércoles, 12 de octubre de 2011

La Tarjeta de crédito infinito (1er capítulo)

Despedido de la factoría de armas en la que había trabajado los últimos 30 años, abandonado por su mujer, sin familia y con una salud verdaderamente atroz, poco le quedaba a Jacques por hacer en esta vida. Recién cumplidos los 50 y sin nadie con quien celebrarlo, compró una botella de champagne, la descorchó y decidió poner punto y final a su andadura; dicho de otra manera, renunció a seguir participando en el mantenimiento y la prosperidad de Colonia, su patria, su gran amor, la tierra a la que había entregado su alma.

Nuevas ofertas del sector armamentístico fueron efectuadas y rechazadas de inmediato. Tras ellas vino el chantaje, pero como Jacques no tenía nada que perder éste se quedó sin su gas y cafeina. Finalmente llegaron amenazas de tortura, de amputación de brazos y piernas e incluso de castración, pero todas resultaron en vano. Jacques lo había decidido: no trabajaría ni un minuto más, sólo gastaría y gastaría hasta consumir todo su dinero y la poca salud que le quedaba viajando por todo el mundo. Su pierna izquierda y su oído derecho le martirizaban, pero poco le importaba en realidad. Si había renunciado a seguir contribuyendo al éxito de su patria, como no iba a renunciar también a su cuerpo y a su propia vida.

En el aeropuerto, sin reflexionar el "a dónde" el "porque", sacó un billete de avión en dirección a Liberty City (la gran capital de Colonia). En ella todo era posible, cualquier sueño podía realizarse. Sin embargo el espíritu castrado de Jacques estaba desposeído de todo anhelo y esperanza, por lo que su visita a Liberty City se presentaba como una gran paradoja irresoluble. ¿Qué hacía Jacques allí? Ni él mismo lo sabía.

Desde el momento en que aterrizó, Jacques bajó del avión y, sin recoger su maleta de la zona de equipajes, salió del aeropuerto e inicio la marcha. Caminó durante 17 horas seguidas sin rumbo ni destino, sin pararse siquiera a comer, orinar o descansar las piernas. Dieciocho horas más tarde, transitando por una gran avenida del centro, la pierna de Jacques bloqueó el rumbo de la marcha. En ese instante, el armero se desplomó completamente desvaído y para su desgracia, su caída tuvo por emplazamiento un charco de orina de perro. Algunos transeúntes se apartaron aterrados, una mujer se sofocó y salió corriendo; otros aprovecharon la ocasión para expresar su humanitarismo lanzando monedas a las piernas de Jacques. Al poco rato la gente ya transitaba indiferente al cuerpo caído. Pasaban las horas y el viejo armero no daba señales de vida. En apenas un día y medio, su ropa vieja de pueblo se había convertido en un lastimero andrajo y su pelo canoso y grasiento con una espesa barba grisácea le infundían un terrible aspecto de mendigo hambriento y desarrapado.

Cuando a primera hora de la mañana las paradas del mercado se instalaron en la avenida y el tráfico de mercaderías se vio entorpecido por la presencia de aquel ser harapiento tirado en el suelo, un par de tipos se acercaron al cuerpo y, tras comprobar que seguía vivo, decidieron llevarlo a un sitio más seguro para que -según dijeron- nadie pudiera causarle ningún daño. Uno de ellos lo agarró por las piernas, el otro por los hombros y entre ambos lo subieron a la parte trasera de un camión de mercancías. El hospital quedaba lejos, así que ambos convinieron que mejor sería llevarlo a una calle inhóspita de los barrios bajos de la ciudad. Allí estaría a salvo. Si algo había contribuido al éxito y al progreso de Colonia era el apremiante sentido del tiempo, bien lo sabían aquellos mercaderes, por ello, para no perder ni un minuto más decargando cuidadosamente a Jacques, uno de ellos lo arrojó por la puerta trasera del camión con el vehículo en marcha en una posición que impidiera el desnucamiento. La callejuela en la que aterrizó era estrecha y con una pendiente descendiente muy pronunciada. La saturación de bolsas de basura en el suelo era tal que apenas se atisbaba el pavimento. Aún así, en su caída, Jacques tuvo la mala fortuna de aterrizar en el suelo y no en una de las cientos de bolsas de basura que había y que hubiera amortiguado el golpe. El impacto en el hombro fue terrible por lo que el armero despertó al instante de su inconsciencia. El dolor que sentía en las articulaciones era tan fuerte que empezó a palpar bolsas de basura de su alrededor en busca de aquellas que fueran blanditas y pudieran servirle de apoyo para sus extremidades dañadas. De las 20 o 30 que palpó, escogió dos de ellas para apoyar el hombro y la pierna maltrecha. A través de una de las ventanas abiertas de la callejuela sonaba el himno de Colonia. Con el hombro y la pierna bien apoyados, bajo el sonido de aquella admirable melodía que tantos recuerdos le traía, Jacques se relajó profúndamente y se quedó dormido. Soñó cosas extraordinarias, proezas sólo dignas de un gran héroe, de alguien que cambiaría el signo de la historia. Despertó en el instante en que un perro negro muy peludo le lamía la cara. El animal no llevaba collar y por su aspecto sucio y maloliente parecía estar abandonado. Sus movimientos de rabo y su forma de jadear sacando la lengua provocaron en Jacques una gran sonrisa y alegría. Aquel perro era sin duda la mejor compañía que había tenido en los últimos años. Revolviendo entre las bolsas de basura en busca de algo de comer para el chucho, Jacques quedó paralizado por un instante. Tuvo que golpearse con fuerza el hombro y sentir de nuevo el dolor punzante de la articulación para saber que no estaba soñando. Entre las bolsas de basura había una tarjeta muy extraña que brillaba como un lingote oro. En el momento en que la tomó entre sus manos, un escalofrío violento recorrió su cuerpo. En la tarjeta estaban impresos su nombre y apellidos. ¿Cómo era posible? Olvidándose de su dolor, Jacques dio un brinco y se alejó asustado de la tarjeta y del vertedero de basuras. Entonces una una voz seca y metálica le habló al oído: "todo lo que te ha sucedido era necesario para que llegaras a mí". Jacques caió al suelo aterrado pero por primera vez en mucho tiempo, no sintió ningún dolor. Se levantó extrañado y fue en busca de la tarjeta. Entonces sucedió algo asombroso, algo que el armero no podía comprender pero que sin duda sabía: la tarjeta estaba en el bolsillo derecho de su pantalón. Metió la mano, la sacó del bolsillo y la examinó maravillado. Aquella parecía la joya de un gran emperador. ¡Y además tenía su nombre impreso! ¿Qué podía significar? Jacques se resistía a creer que aquello fuera real, aunque no volvería a golpearse el hombro para comprobarlo. Con la tarjeta en la mano, mientras la contemplaba con fervor, Jacques sintió de repente la irrupción de una vitalidad extraordinaria. Sus neuronas fluían con avidez y sus articulaciones volvían a responder con la fuerza y vigor de la juventud. Ni siquiera el oído derecho que tantas noches en vela le había causado, le provocaba ahora el más mínimo malestar. Jacques lloró de la emoción y a continuación empezó a reír a carcajadas como un loco. Estaba fuera de sí, no podía creer que aquel prodigio le estuviera sucediendo a él. De nuevo intentó persuadirse de que no estaba soñando, y lo consiguió rompiendo los cristales de una ventana con una bolsa de basura. “Todo es real” se dijo gritando frenético a pleno pulmón. El perro le miraba sentado y seguía jadeando con la lengua fuera. “Seguro que con esta tarjeta puedo conseguir comida y bebida”, pensó. Entonces sucedió algo asombroso: el instinto de Jacques tomó las riendas y le llevó a Mc Fullands, el restaurante más frecuentado de la ciudad cuya franquicia se había extendido por todo el mundo. En la ciudad había más de 50 Mc Fullands, por lo que el armero apenas tuvo que recorrer un par de manzanas para llegar a uno de ellos. Y lo hizo en un estado como de trance, como si estuviera poseído. Ni en la pierna, ni en el hombro sentía el más mínimo dolor. Se movía a gran velocidad como un sonámbulo esquivando inconscientemente todos los obstáculos que se ponían a su alcance. Tras él, el perro le seguía a la carrera fiel a todos sus movimientos.

Al plantarse ante la puerta y despertar a nivel consciente, Jacques volvió a llorar de la emoción. Una vez más se había cumplido su deseo, estaba en la puerta de Mc Fullands, su restaurante favorito. Al entrar vio que la cola de espera ascendía a más de 50 personas. Empero, el efecto de su entrada fue fulminante: la sala enmudeció y como si de Moisés se tratara, las aguas se abrieron a su paso. La gente se apartaba en una mezcla de asombro y estremecimiento. Jacques quedó nuevamente perplejo ante semejante prodigio. Cabizbajo cruzó el establecimiento y se dirigió a la barra. A medida que avanzaba, los clientes se apegaban los unos a los otros juntando sus caras y sus cuerpos formando un gran ovillo. Las mesas se habían vaciado y todos se hacinaban en un pelotón en la esquina del restaurante. Mientras el perro olisqueaba y comía patatas del suelo, Jacques se acercó a la barra y realizó un pedido.
-Un Special Mac Fulland con patatas, Coca-Cola y salsa de siete quesos. -expresó tímidamente- Lo mismo para mi perro.
-Si, señor- afirmó tembloroso uno de los dependientes.
Entonces Jacques sacó la tarjeta de oro para pagar y el dependiente retrocedió unos pasos atemorizado.
-Cóbrese- dijo el armero.
- Sí señor- balbució el asustado dependiente.
En el instante en que sus manos palparon la tarjeta, una vorágine frenética de imágenes y sensaciones de éxtasis sacudieron al pobre empleado. Entonces se tambaleó y cayó al suelo. El otro trabajador, desdeñando por completo a su compañero caído, le sirvió la comida a Jacques a toda prisa y con el máximo de cuidado. Pedido en mano, el armero salió del establecimiento untando sus patatas en la salsa de siete quesos y lanzando al perro una hamburguesa especial Mc Fulland. La tarjeta había vuelto a su bolsillo.

jueves, 6 de octubre de 2011

Mi vida es una cloaca

Mi vida es una cloaca, pero no una cloaca sucia y pestilente no, no lo crean. La mía está limpia y ordenada, sin una mota de polvo. Muy avispado hay que ser para advertir que lo que en apariencia es una patena, en realidad es una maldita cloaca igual de pestilente que las demás.

Suena el despertador. Son las 7 de la mañana, hora de levantarse para ir a trabajar.
-¿Has dormido bien cariño? -pregunta mi mujer con la más absoluta inercia exenta de toda emotividad-. Miento y asiento:
-Como un tronco cariño.
Más del 90 % de palabras que intercambio con ella están teñidas de fingimiento. El otro 10 % son respuestas monosilábicas del tipo: sí, bien, Juan, voy….

Mientras mi mujer se viste, yo hago el remolón en la cama. El día se presenta gris y nublado. De nuevo se avecina tormenta pero ésta nunca llega. Todos los días desearía que estallara y lo anegara todo como en el diluvio universal, pero sé nunca gozaré de tal privilegio.Incluso el pronóstico de tormenta se ha convertido en algo previsible y rutinario. Al final todo se reduce a un día gris tras otro, algún chispeo de lluvia y una monotonía eternamente estéril y putrefacta.

Tumbado boca abajo y con la almohada en el cogote, siento el terrible peso del sueño abrupto y descompuesto de la noche que me martillea la cabeza y los párpados. Así transcurren todas las noches de mi vida: aguijoneado por los ronquidos de mi mujer, el ladrido de los perros del edificio (el bloque alberga más de 100 viviendas), el tráfico de capital, el ascensor que sube y baja y mi cabeza que nunca ha dejado de preguntarse puerilmente sobre el sentido de esta miserable existencia.

El dolor de cabeza me flagela pero también éste es rutinario, como lo son mis gimoteos matutinos en el lecho o el goteo de la lluvia. Al final siempre me pongo en marcha: abro el armario, el mismo traje, los mismos zapatos, la misma desidia para vestirme. En el espejo se encuentra mi mujer, en un estado como de trance, alisando su ordinaria melena lacia. De nuevo la contemplo como todos los días: buscando algún brote milagroso de atractivo en esa silueta enjuta y plana como el palo de una escoba. Mi atracción hacia ella siempre ha sido nula. Tampoco he podido aspirar a nada mejor. Supongo que lo mismo podría decir ella de mí pues ni el atractivo ni el peculio (los dos principales estandartes de nuestra sociedad) forman parte de mis credenciales. Aún con todo soy banquero y gano algo de dinero, por eso he podido casarme.

Como en la primera ley del movimiento de Newton –según la cual todo cuerpo persevera en un estado de reposo o movimiento uniforme y rectilíneo a no ser que sea obligado a cambiar de estado por fuerzas impresas sobre él- el movimiento de mi mujer es siempre rectilíneo-uniforme. Jamás se desprende de ella señal alguna de titubeo, resistencia o insatisfacción. El rozamiento -esa fuerza opuesta al movimiento que se manifiesta en la superficie de contacto de dos cuerpos siempre que uno de ellos se mueva o tienda a moverse sobre otro- no existe en nuestro matrimonio. Hace meses que no la toco. Ni siquiera la rozo. Ni un beso, ni una caricia, nada. Ni recuerdo los años que hará que no hacemos el amor. Lo más irónico del asunto es que uno de los motivos que me llevó al matrimonio fue la convicción férrea que, quien no pertenece a algo estable y duradero, acaba sufriendo la peor de las agonías.

En efecto, me casé escudado en una falaz ilusión que no tardó en desmantelarse. Muy pronto entendí que mi matrimonio había nacido caduco, ajeno a toda esperanza. Contrariamente a todas aquellas parejas que sueñan a diario con un porvenir ilusorio en el horizonte -que estudian más de 15 años para que un día… que trabajan media vida para que un día… que se sacrifican por sus hijos para que un día…- mi matrimonio nació ya sin esperanza. ¿Acaso tiene sentido ampararse en falsas quimeras que no responden sino a directrices ideológicas de un mundo instrumentalizado? ¿Tiene sentido agarrarse a un sinfín inagotable de estrategias para huir de la caducidad y la finitud? ¿Acaso la sistematización, el molde, la rutina, no evoca ya a la decrepitud de un recorrido vital infructuoso y de una temporalidad baldía? Nuestro presente es ya un presente caduco, una instancia temporal que se disuelve en la nulidad y el vacío, que no puede objetivarse y que falazmente se ampara en un futuro próspero tan nulo y vacío como el presente mismo.

Terminada su actividad ante el espejo, mi mujer recoge la ropa de la habitación mientras yo hago la cama siguiendo sus instrucciones (tras 15 años de matrimonio sigo recibiendo instrucciones para todas las tareas domésticas). Bajamos a desayunar. Yo con mi taza negra y mis galletas María (no es que me gusten, simplemente es lo que hay) y ella con su taza gris y sus copos de avena seca que ingiere a palo seco, sin una gota de leche. Ambos nos sentamos con la espalda recta, la cabeza erguida y las piernas dobladas en ángulo recto. No hablamos, sólo procedemos. Al terminar el desayuno cada objeto regresa a su lugar, al mismo que le fue asignado el día que empezamos a vivir en este piso.

A ninguno de nuestros actos le acompaña nunca un comentario que tenga por objeto el acto en sí mismo. El acto no se cuestiona, no se discute. EL acto, es el acto, es la vida y la vida no es filosofía. Nunca hay lagunas ni paréntesis reflexivos en las directrices de nuestra rutina. Dentro de los parámetros de una inercia estéril e incorruptible, de una monotonía que tiene por fin la perduración y el inmovilismo, la pregunta por el objeto no tiene sentido. ¿Acaso la vida lo tiene?

-Prepárate, hay que ir a trabajar -afirma mi mujer a modo de sentencia.
La economía y la eficiencia de su lenguaje –sin lagunas o divagaciones filosóficas improductivas- es la misma que ofrece en todas sus actividades. Sus movimientos son directos, firmes y decididos. Mi mujer siempre sabe lo que quiere y hacia adonde quiere dirigirse, por eso jamás se ha saltado un escalón. Tampoco ha subido nunca dos escalones con el mismo pie. Nunca ha descendido, nunca ha tropezado o vacilado a la hora de ascender. Todas sus acciones tienen un sentido, persiguen un fin, por eso hablamos de un perfecto ejemplar para la estadística, de un modelo de eficiencia para la sociedad capitalista, tanto en su hogar como en la empresa de productos lácteos en la que ocupa un cargo directivo de primer orden. Ni una sola falta, ni un sólo retraso y por supuesto no se ha quedado embarazada por la gracia divina –un hecho que fue tomado en muy alta consideración por los altos cargos de su empresa que decidieron ascenderla-. Por todos estos motivos, mi mujer siempre ha sido muy querida y reconocida por todo el mundo.

En mi caso, el mismo proceso rutinario e inerte sigo todos los días de mi vida, aunque a diferencia de mi mujer, yo vivo sometido a recurrentes trastornos biológicos y psicóticos sin importancia (insomnio, delirio, desasosiego febril, estrés, agotamiento, angustia, nauseas, vomitas, picores...) Definitivamente, a estas alturas puedo decir que me he acostumbrado a no acostumbrarme a tales desajustes, por lo que opto por sufrirlos con absoluta indiferencia, asumiendo la naturalidad de tales efectos. Aún recuerdo años atrás la visita a un prestigioso psiquiatra y el diagnóstico que tenía por resolución un tratamiento de 20 pastillas diarias. "Si usted escucha y obedece se curará" me dijo el muy cabrón. Escuché y obedecí. Durante dos años me tomé las 20 pastillas diarias. Aquello palió algo los síntomas y empecé a dormir del tirón 6 horas al día, aunque perdí las erecciones y tuve que dejar de masturbarme en la ducha. Finalmente mi cuerpo se acostumbró a la dosis y las pastillas dejaron de hacer su efecto. En una segunda visita, mi psiquiatra aumentó a dosis a 40 pastillas diarias. Desistí en el intento - “el mundo es un absurdo, doctor no merece la pena luchar por la curación”- y le dejé las recetas encima del escritorio.

Una de las paradojas más grandes que mi existencia es que mis pensamientos siempre han volado lejos de este mundo mientras mis acciones se arrodillaban ante él. A veces me consuela la idea de que ya es demasiado tarde para cambiar –en realidad, siempre ha sido demasiado tarde- o que de nada sirve intentarlo pues toda fórmula humana está condenada al fracaso. Nunca he podido frenar el azote violento de mis pensamientos pero tampoco la inercia irremisible de mi alienación. Soy demasiado cobarde y farsante. Un fantasma, un espectro de vida, ni siquiera un antihéroe o una mala imitación de Bartleby o Bernando Soares. Por lo menos ellos son grandes mitos literarios, seres admirados como ficciones. A mi nadie puede admirarme pues ninguna cualidad poseo –ni heroica ni antiheroica- que merezca ser admirada. La gente ya no habla conmigo y los clientes de la sucursal siempre que pueden escogen otra ventanilla para la revisión de sus cuentas. No me importa, de hecho, si pudiera me levantaría y les aplaudiría, pero incluso para humillarme a mí mismo soy cobarde.

Alguna vez he pensado en suicidarme, pero este hecho tampoco cambiaría mucho las cosas. Al final he optado por encerrarme todos los días en el cuarto de baño con el pestillo corrido simulando estar en pleno proceso de defecación. Alguna vez también opto por golpearme la cabeza contra la pared, aunque mi afición predilecta es la de bajar la basura y meter la cabeza en el cubo aspirando el hedor de todas las bolsas que se hacinan en él. Aunque no lo crean, el olor a descomposición y excremento me relaja profundamente. Sólo entonces suspiro de alivio y me siento vivo, me siento regresar a la cloaca de la que provengo.

sábado, 1 de octubre de 2011

Cada vez que escribo

Cada vez que escribo lo hago desde una ventana al mundo y a mi propio ser. Nunca de manera uniforme y ordenada, nunca desde el cálculo y la premeditación. Comprendo la creatividad estrictamente planificada y reglamentada, pero no la comparto. Escribo en el deambular de la vida sobre impresiones que se configuran de la forma más imprevisible, nunca des del aislamiento y la planificación de una cámara oscura. Escribo lo que siento, lo que soy.

Nunca sé si lo que escribo es bueno o malo. Sólo sé que escribo y que sueño felizmente cuando lo hago. Aprendo a disfrutar de las cosas no por lo que son, sino por cómo me las represento en mi imaginación. De mis palabras nacen ilusiones renovadas, y percibo en ellas ese fervor que crece con cada línea, con cada examen de mí mismo. No hay paisaje ni rutina que me importe más allá de aquel que soy capaz de recrear en mi espíritu. Siento que todo puede poetizarse, que todo es susceptible de ser soñado. No hay límites en la escritura, sólo una predisposición, una formación y un despertar en la conciencia. En realidad, cualquier conciencia viva es potencialmente propensa al ejercicio de la escritura, cualquiera puede trasladar al papel lo que en realidad es un ejercicio de su mente y su imaginación viajera.

En ocasiones, paseo por las calles de Barcelona y siento que puedo escribir sobre cualquier cosa que se ponga a mi alcance. Percibo las palabras flotando en el aire por encima de las cosas, esperando que alguien les de forma, color y estructura; las siento brotar y desvanecerse dentro de mí; por eso me detengo a cualquier hora y en cualquier lugar para transcribir inmediatamente lo que entiendo no tardará en disiparse.

Siempre sometido al examen de lo imprevisible, mis ideas brotan inopinadamente en el lugar más indiferente, en el instante más inesperado. De la lectura de un libro, de la contemplación a través de la ventana o de un simple paseo por la calle; de cualquier instante puede germinar una idea, cualquier momento puede convertirse en el más oportuno.

Nunca recuerdo lo que en un pasado escribí, pues me siento crecer y evolucionar. Me sé finito y caduco, por eso cuando me releo, en ocasiones no me reconozco. Con el tiempo mis palabras han desertado de mí, se han exiliado acompañadas de un sentimiento que -como el amor o el dolor- siempre es pasajero. Me busco permanentemente pero nunca acabo de encontrarme. Todo mi ser es vano, diverso y fluctuante, por eso cuando escribo, no me dibujo nunca más allá del instante.

Encuentro

Un martes de aquel mes de Noviembre de 1999, una presencia inesperada e ineludible iba a alterar por completo el curso natural de mis sensaciones y percepciones. Subí al tren por la mañana -más bien cansado y aletargado- y me dispuse a dar una pequeña cabezada en mi zona de retiro habitual antes de retomar el ritmo incesante de mis lecturas. Desperté al poco rato y tan rápido me predispuse a la acción -como si aquella cabezada hubiera supuesto una pérdida de tiempo irreparable- que ni me percaté que el tren todavía se hallaba detenido en el andén de la estación. Al poco rato sentí la voz de un revisor cerca de mí. Fue como arrancarme de un estado de trance hipnótico, el mismo en el que se hallan las personas que emprenden su labor compulsivamente, con una mezcla de afán de perfeccionismo, insatisfacción y un cierto sentido de culpabilidad por el tiempo desperdiciado en acciones vanas. EL revisor se disculpaba por las molestias y anunciaba que el tren arrancaría en breves instantes. Desconcertado, miré el reloj y adevertí que el tren arrancaría con 25 minutos de retraso. -¿En que mundo vivo?- pensé. Desazonado, proseguí la lectura esta vez alternando con fugaces y distraídas observaciones del entorno. Sentía algo inusual dentro de mí, una sensación de agitación extraña, como si aquello fuera una premonición de lo que en breve iba a ocurrir.

A medio camino de la capital, cuando el punto de lectura de Montaigne se hallaba en el ensayo -sobre cómo el alma descarga sus pasiones en objetos falsos cuando los verdaderos le vienen a faltar-, levanté un instante la vista y me pareció advertir que alguien me miraba. Una presencia voluptuosa se me hizo latente. Su mirada era retraída y penetrante, con un gesto que despertaba en mí un sentimiento de inefable pasión y candoroso salvajismo. Alimentando la ilusión al límite, desee profundamente que aquella mirada me tuviera por objeto. La sentí dentro de mí, como cuando las miradas de los seres con los que soñamos se posan sobre nosotros. Su imagen había aparecido de la nada, como surgida de un mar de nebulosa. Era una chica de apariencia juvenil, con uno de los rostros más dulces y hermosos que yo había contemplado jamás. Tenía los ojos del color de la tierra y un cabello castaño y rizado que resplandecía reluciente con el reflejo de los rayos del sol que atravesaban la ventana. Sus labios carnosos y su piel tersa y blanquecina, fijaban en ella un retrato de tanta dulzura y afabilidad que me aturdía. Sentí profunda envidia del sol que acariciaba con dulzura su piel y sus cabellos. Contemplando con fervor aquel rostro puro y cándido de mirada penetrante, un vago recuerdo me sobresaltó y me turbó; era algo remoto, una sensación olvidada pero no ignota. Quedé paralizado por un instante, como si estuviera hechizado. Paulatinamente, fui notando un violento arrobamiento, una sensación de paroxismo me penetraba con furor y me descontrolaba el pulso. Algo hervía en mi interior y me abrasaba. Mi corazón latía cada vez con más violencia. Agotada mi resistencia, bajé la vista y simulé volver a la lectura. Me sentía completamente azorado, no había respuestas en las disertaciones de Montaigne para racionalizar la naturaleza de los hechos y su significado. Pasaba las páginas con violencia y empecé a subrayarlo todo compulsivamente. Todo me parecía importante (es decir, nada me lo parecía). A los pocos segundos, dejé de subrayar y apoyé la cabeza en la palma de mi mano derecha fijando la vista en el paisaje que podía contemplar a través de la ventana, sin verlo. Estaba confuso y conturbado. Dispuesto de nuevo a enseñorearme de la situación, con convicción firme pero vana, volví a la lectura sin poder evitar alternar efímeras miradas de soslayo hacia la muchacha. Su enfoque había cambiado: ahora miraba a través cristal con un ademán que parecía abstraerla de todo. Aquella ternura juvenil, aquel rostro diáfano tan soberanamente bello y dulce me sobrecogía, acelerando violentamente el latido de mi corazón nervioso. Los minutos pasaban y las paradas se sucedían unas a otras con avidez. La chica no volvió a mirarme –al menos eso pensé-. En cualquier caso, nuestras miradas no volvieron a encontrarse. Al rato se bajó del tren en la parada que precedía a la mía y siguió su camino por la estación. Mientras la veía alejarse algo me sobrevino: bajo el brazo llevaba la carpeta de mi facultad, la misma con la que me habían obsequiado el día de la matrícula. Una especie de gozo salvaje se apoderó de mí engendrando esa llama vigorosa ilusoria e irracional de la esperanza. Mi “yo consciente”, subyugado por completo ante aquella avalancha de lujuria y ensoñación, intensificaba esfuerzos de contención. Con total espíritu de abnegación, mi conciencia heroica finalmente logró persuadirse de la insensatez de lo acaecido. A la fría luz de la razón, surgió de nuevo la necesidad de retomar la rectitud y el control bajo la estela de la serenidad, la disciplina y el autodominio, desmantelando toda falsa ilusión y negando por completo cualquier ademán de fe sentimental.