viernes, 14 de octubre de 2011

Lo nuevo y lo viejo, lo conocido y lo desconocido

Se acerca el fin de semana. Me levanto el viernes por la mañana feliz, con la expectativa de alcanzar en estos días de fiesta las cotas de emoción, euforia y felicidad que nos llevan a percibir la vida como algo extraordinario. El viernes transcurre sin más; sin emoción ni frescura. Llega el sábado. Me levanto y de nuevo todo lo que sucede es previsible, desapasionado y trivial. Por la tarde me revelo ante la tiranía del ordenador y salgo a pasear. Las expectativas del paseo son desalentadoras pero debo escapar de casa, de la monotonía, aunque sea para volver a recorrer el mismo paseo de Blanes que desemboca en el río Tordera.

En el transcurso del paseo algo extraño acontece, algo imprevisible dentro de la dinámica de lo previsible. Hace mucho viento y el mar está embravecido. El paseo me anima, extiendo los brazos y percibo por momentos una sensación extraordinaria de vuelo. El viento silba y agita mis cabellos con fuerza. Con mi pierna sana bailo su canción y mi excitación va en aumento. Cuando ésta decae, bajo a la arena y me siento en una roca muy cercana al mar. La calma que prosigue a la excitación se va deslizando por todo mi cuerpo y siento que el murmullo del viento y el batir de las olas abrazan mi reposo. En el ocaso del sol de última hora de la tarde, saco la libreta y empiezo a escribir y a soñar a partir de algo que, aunque es meramente rutinario, ha dejado de serlo para convertirse en algo extraordinario.

Pienso en mis grandes amigos y en mi madre. Pienso en esas personas que nos acompañan todos los días y a las que conocemos —o creemos conocer— demasiado bien. Éstas ya no nos sorprenden ni nos maravillan como antes; en ocasiones, incluso las aborrecemos. Están siempre ahí, lo sabemos, por eso hemos dejado de buscarlas. Quizás si se alejaran de nuestro lado, si dejaran de pertenecernos, entonces comprenderíamos lo extraordinarias que son en realidad. Lo mismo sucede con este paseo, el mismo que he recorrido en los últimos treinta años de mi vida y que en incontables ocasiones he percibido como monótono, estéril y aburrido a pesar del mar, el viento, las olas, el sol, la tranquilidad… A pesar de todo. Hoy lo exploro de nuevo y floto por él como lo haría bajo el estímulo de una tierra lejana y desconocida.

Aunque no lo percibamos, ni las cosas ni las personas que nos rodean se mantienen inalterables. Somos nosotros quienes las fijamos en un marco de percepción fijo desposeyéndolas de todo su encanto y evolución permanente. Las gastamos y desvalorizamos en esa percepción reiterada.Es evidente que en ocasiones hay que romper, alejarse, porque en la distancia no sólo sentimos la añoranza y la consecuente revalorización, sino también la ruptura con ese pernicioso anclaje sinóptico-simplificado de nuestra percepción de lo conocido. De esta forma, podemos comprender que la emoción, la pasión o el entusiasmo no son patrimonio exclusivo de lo desconocido, sino también de lo conocido.

Quizás la lección más importante sería aprender que no es necesario alejarse de las cosas conocidas y compararlas con otras desconocidas —que por el simple hecho de ser nuevas parecen mejores— para comprender su valor real y todo lo que pueden ofrecernos. Hay que andar y desandar continuamente. Leer y releer para volver a abrazar todas aquellas cosas que un momento determinado nos parecieron hermosas, ya que en el fondo, nunca han dejado de serlo. El reto más importante de la vida está en la continua renovación interna, y ésta no puede depender sólo de grandes proyectos orientados hacia lo desconocido, sino también de nuestra capacidad de revisión y reactualización de lo conocido. Lo nuevo atrae por el simple hecho de que es nuevo, pero pronto pierde su valor como novedad; entonces nos amparamos en la perspectiva futura de un porvenir sobre el que proyectamos todas nuestras ficciones, ilusiones o fantasías. Lo nuevo que vendrá nos ilusiona y sobre ello nos objetivamos falazmente. Así es como lo conocido, lo cotidiano se convierte en algo anodino, trivial y pierde todo su valor.

En mi opinión, esta imperiosa necesidad de lo nuevo es el síntoma decadente de una cultura mercantil que navega en el vacío y que arrastra a toda una marea de sujetos empobrecidos individualmente e incapaces de transformar y renovar nada de cuanto ven a su alrededor. Por eso sólo la novedad puede satisfacerlos. Y para justificarse, se acogen al tópico de que el hombre es un ser insatisfecho por naturaleza que siempre ansía más de lo que posee. Tristemente ignoran que dicha filosofía de vida no es más que una impostura inculcada por las altas esferas de una cultural industrial que pretende asociar el progreso al cambio y a la renovación material y cuya profunda decadencia espiritual nos impide ver lo extraordinario, lo hermoso y lo mágico de lo comúnmente conocido.

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