lunes, 31 de octubre de 2011

Evaluación final de 4º de la ESO

Tras una mañana agotadora de clases —todas las de final de curso lo son—, a última hora del día tienen lugar las primeras sesiones de evaluación final de 4º de la ESO. La reunión a la que debo asistir es la de 4º C. Unos comentarios relajados y anodinos, algún chiste vulgar del profesor de matemáticas, nos sentamos, se reparten las listas de notas de todos los alumnos y, tras realizar las pertinentes comprobaciones, da comienzo la sesión. El tutor toma la palabra y expone algunos apuntes generales protocolarios sobre la dinámica del grupo —la mayor parte de ellos reiterados a lo largo del curso—. Concluido el trámite, la evaluación individual comienza por orden alfabético.
«Ana Álvarez, lo aprueba todo», apunta el tutor revisando las notas. «Hay que felicitarla, se lo merece», indica la profesora de catalán. Varios reafirman sus palabras gesticulando con la cabeza arriba y abajo en señal de asentimiento. «A mí me ha bajado un poco el rendimiento, pero aún así le he mantenido la nota», subraya el profesor de tecnología.
Juan Ávila es el siguiente: «Suspende física y química», dice el tutor sin levantar la vista del papel. «No hace nada en clase y además lo ha entregado todo tarde y mal. Un examen lo tiene aprobado y el otro suspendido», indica la profesora. «Puede hacer mucho más», «Es un vago», «La mía la ha aprobado de milagro», «Si no espabila, en bachillerato se estrellará», «Yo no le veo motivado», comentan por enésima vez un pequeño grupo de profesores. Algunos gesticulan corroborando sus palabras, otros guardan silencio con indiferencia. El tutor interviene: «Sí, es cierto que podría hacer mucho más. Sus padres lo saben, he hablado muchas veces con ellos sobre este tema». Mientras algunos profesores comentan en pequeño comité algunas anécdotas del curso que tienen a Juan por protagonista, el tutor se dirige en privado a la profesora de física y química. Un breve coloquio y rápidamente se le pone un cinco. Vuelvo la cabeza y por encima del hombro miro de reojo a la profesora. Leo en su rostro y advierto en su gesto inmóvil e inexpresivo, el signo inexorable de una rectificación inminente. Mientras el tutor se dirige a ella, sus facciones están completamente relajadas. Su mirada impasible es la de alguien que sabe el resultado del proceso antes de que éste haya concluido. En definitiva, el cambio de nota es un hecho tan evidente y consabido por todos, que bien podía haberse evitado la absurda corrección con bolígrafo en el papel impreso.

Tras un breve espacio de silencio, pasamos al siguiente alumno. «Borja Bonilla, repetidor». Con la lectura del nombre se escucha un leve murmullo y algunas risitas cómplices. «Borjita Borjita, al final le he acabado cogiendo cariño al chaval, y eso que no me aprueba un examen ni a la de tres», exclama sonriente el profesor de matemáticas con sus manos apoyadas en su portentosa barriga. Y añade: «No creo que sepa ni las tablas de multiplicar». «A mí me hace más de treinta faltas de ortografía en cada examen, pero como sólo puedo restarle dos puntos, al final me ha aprobado con un cinco raspado», apunta el recién llegado sustituto de lengua española. El tutor retoma la palabra: «Borja suspende matemáticas, inglés, física y química y ética». «¿Sólo suspende cuatro?», pregunta perpleja la profesora de física y química. «Madre mía» añade a continuación en voz baja, en un tono que resume a la perfección su posición mezcla de frustración y escepticismo ante la insensatez y degeneración del sistema.
«Yo le he aprobado con un cuatro», responde el de tecnología. Su comentario se pierde en el aire y empieza el repaso de las asignaturas suspendidas. Soy el primero, pero como la ética es lo que se llama una "asignatura María" -o "asignatura fantasma"- es decir, que se puede asustar al alumno suspendiéndole durante el curso pero que al final siempre se le regala, Borja Bonilla pasa automáticamente de cuatro a tres asignaturas suspendidas.
Es el turno de física y química: «En mi clase no ha hecho absolutamente nada en todo el curso. Tiene un cero en todos los exámenes, nunca ha hecho los deberes y no ha entregado ninguno de los trabajos que le pedí pese a haberle concedido varios aplazamientos», afirma con contundencia la profesora, aún siendo plenamente consciente de cuál será el veredicto final.
Se hace el silencio. Ni siquiera el psicólogo puede alegar nada al respecto. ¿Acaso hay algo que justificar? No se puede. Nadie puede. El tutor lo sabe y, levantando la cabeza, busca otros aliados. En este caso su tabla de salvación pasa por la profesora de inglés «¿Tú cómo lo ves?», le pregunta en tono condescendiente. «Bueno tiene un tres con cuatro de nota media», afirma con boca de piñón mientras resigue ayudada por el dedo índice y con la mirada petrificada las notas de su libreta. El tono de sus palabras denota una evidencia: la cosa va a arreglarse aunque sea con embudo. «En los exámenes tiene un uno y un dos y medio, pero con los ejercicios y la actitud, le queda un tres con cuatro. Le he puesto un tres pero bueno… que podría ser un cuatro», indica mirando al tutor con una vocecilla insegura de oveja apaleada.
En ese instante interviene el siempre elegante y atractivo psicólogo; sabe que es su momento: «No os olvidéis que el chico tiene problemas serios: hace poco sus padres se divorciaron, su madre friega escaleras todos los días y su padre, que se pasa media vida en el bar, tiene a Borja completamente desatendido. El chico se pasa todo el día en la calle o delante del ordenador. Lo ha pasado realmente mal». «Pues en las clases se le ve la mar de feliz», añade el siempre despreocupado y alegre profesor de matemáticas. «Eso no es así», interrumpe la profesora de catalán. «En realidad lo que hace es buscar constantemente la atención de los demás. Borja tiene un vacío emocional muy grande», afirma en un tono acaramelado de gata maula. Cada vez que abre la boca una bilis intensa como la diarrea me corroe por dentro. Tras su apología exculpatoria, levanta la vista y se dirige al psicólogo buscando su aprobación. Éste asiente apesadumbrado y prosigue con su argumentación. En el centro de la escena, se le ve crecido y seguro de sí mismo. Sus palabras se deslizan ahora con finura y elegancia a través de sus envidiables labios carnosos, mientras su mano derecha acaricia con suavidad su pelo castaño y liso. «Es evidente que su comportamiento y su falta de aptitud está muy marcada por los condicionantes que os he expuesto, por eso creo que deberíamos tener muy en cuenta su situación a la hora de evaluarlo». «Entiendo que su situación sea muy difícil, pero ¿cómo vamos a aprobarle el inglés con un uno y un dos y medio en los exámenes?», interrumpe el joven sustituto de lengua castellana». «Pobre ingenuo», pienso para mis adentros mientras le doy una palmadita en la espalda. «Si no le aprobamos, ¿adónde irá? ¿Qué hará con su vida? Yo creo que deberíamos tener un poquito de corazón», responde la profesora de catalán imponiendo a la fuerza una ridícula esfera melodramática y tachando a su vez, desde el sentimentalismo más vulgar, cualquier opinión contraria. Más allá de desaprobar sus palabras, la desprecio con la mirada. Desprecio todo lo que es, todo su ser al completo y por supuesto la farsa que representa a diario. «¿Tú qué opinas?», pregunta el tutor fijando la vista en el último de los jueces. Evidentemente el cuatro de inglés ya se da por hecho y por supuesto el aprobado de la asignatura. «Mira, el chico está suspendido y, sinceramente, no aprobaría un examen en el resto de su vida ni aunque le dejara copiar. Si lo que queréis es saber mi opinión, a mí me da igual, haced lo queráis», responde con una evasiva el profesor de matemáticas.
Tras un espacio de silencio, el tutor vuelve a tomar la palabra: «A ver, para no retardar más el asunto, que vamos mal de tiempo. Todos sabemos que el chico tiene una situación muy delicada en su casa. Es repetidor y, por lo que sé, no tiene intención de hacer bachillerato. Tampoco creo que sus padres le obliguen a ello. En todo caso hablaré con ellos». «Hay que orientarlos, hacerles comprender lo que su hijo necesita» añade el psicólogo. La profesora de catalán asiente ceremoniosamente y se suma a la coletilla de su compañero con una de sus píldoras pseudofilosóficas nauseabundas: «Qué importante es la comprensión para el género humano. Comprendernos los unos a los otros es la clave de la existencia». En su expansión filosófica, sus ojos están fuera de sus órbitas y su mirada parece extraviada en un horizonte muy lejano. Pero que pronto regresa de él la maldita musa. Ya podría perderse en el Olimpo de su letrina pseudofilosófica y no regresar jamás. Pero no, aquí la tenemos de nuevo, enfocando con su mirada la misma mesa que yo contemplo. Y encima el psicólogo asiente a su perorata con un gesto refinado de máxima distinción y vuelve a acariciar su pelo. La escena no puede ser más bochornosa. «Estoy de acuerdo con lo que decís», añade el tutor. «Además, hay que tener en cuenta que si le damos el graduado a Borja, lo único que va a hacer es buscar trabajo o intentar entrar en algún módulo de formación. Todos sabéis cómo es, él no quiere estudiar Bachillerato». «Vender pipas es lo que va a hacer», interrumpe el profesor de matemáticas en tono de sorna. «Pues que sea un vendedor de pipas sin título hombre, ¡que ya está bien!», contesta irritada y descompuesta la profesora de física y química. «Si adoptamos esa actitud le estamos condenando», responde el psicólogo en un tono sereno no exento de desaprobación. «Oye, perdona, que se ha condenado él solito», matiza con ironía la profesora. A mi lado, el recién llegado profesor de lengua española no para de morderse los labios y las uñas en señal de una terrible inquietud. Alto, joven y robusto como una pared, parece un tigre enjaulado en un zoológico. ¿De que le serviría rugir? De nada, bien que lo sabe, por eso opta por callar. Quizás algún día deje de hacerlo. En todo caso, sabe que este no es su momento.
Un espacio de silencio para calmar los ánimos precede a la resolución final. Todo es apariencia, pues indudablemente todos conocemos el veredicto. Firmemente decidido a zanjar favorablemente el asunto, el psicólogo vuelve a intervenir: «Está en nuestra manos ayudar al chico, creo que tendríamos que darle el graduado», sentencia con un falso condicional, mirando con dulzura humanitaria a ambos lados de la mesa. Algunos asienten, otros pasan olímpicamente. Ni un sólo reproche más. Vamos con retraso y a nadie le gusta gastar saliva inútilmente para encima llegar tarde a comer. «¿Alguien tiene algo más que decir?», añade el tutor. «No, y venga, pasemos al siguiente que se nos echa el tiempo encima», afirma el profesor de matemáticas con las manos en la barriga.

No hay comentarios:

Publicar un comentario