sábado, 1 de octubre de 2011

Encuentro

Un martes de aquel mes de Noviembre de 1999, una presencia inesperada e ineludible iba a alterar por completo el curso natural de mis sensaciones y percepciones. Subí al tren por la mañana -más bien cansado y aletargado- y me dispuse a dar una pequeña cabezada en mi zona de retiro habitual antes de retomar el ritmo incesante de mis lecturas. Desperté al poco rato y tan rápido me predispuse a la acción -como si aquella cabezada hubiera supuesto una pérdida de tiempo irreparable- que ni me percaté que el tren todavía se hallaba detenido en el andén de la estación. Al poco rato sentí la voz de un revisor cerca de mí. Fue como arrancarme de un estado de trance hipnótico, el mismo en el que se hallan las personas que emprenden su labor compulsivamente, con una mezcla de afán de perfeccionismo, insatisfacción y un cierto sentido de culpabilidad por el tiempo desperdiciado en acciones vanas. EL revisor se disculpaba por las molestias y anunciaba que el tren arrancaría en breves instantes. Desconcertado, miré el reloj y adevertí que el tren arrancaría con 25 minutos de retraso. -¿En que mundo vivo?- pensé. Desazonado, proseguí la lectura esta vez alternando con fugaces y distraídas observaciones del entorno. Sentía algo inusual dentro de mí, una sensación de agitación extraña, como si aquello fuera una premonición de lo que en breve iba a ocurrir.

A medio camino de la capital, cuando el punto de lectura de Montaigne se hallaba en el ensayo -sobre cómo el alma descarga sus pasiones en objetos falsos cuando los verdaderos le vienen a faltar-, levanté un instante la vista y me pareció advertir que alguien me miraba. Una presencia voluptuosa se me hizo latente. Su mirada era retraída y penetrante, con un gesto que despertaba en mí un sentimiento de inefable pasión y candoroso salvajismo. Alimentando la ilusión al límite, desee profundamente que aquella mirada me tuviera por objeto. La sentí dentro de mí, como cuando las miradas de los seres con los que soñamos se posan sobre nosotros. Su imagen había aparecido de la nada, como surgida de un mar de nebulosa. Era una chica de apariencia juvenil, con uno de los rostros más dulces y hermosos que yo había contemplado jamás. Tenía los ojos del color de la tierra y un cabello castaño y rizado que resplandecía reluciente con el reflejo de los rayos del sol que atravesaban la ventana. Sus labios carnosos y su piel tersa y blanquecina, fijaban en ella un retrato de tanta dulzura y afabilidad que me aturdía. Sentí profunda envidia del sol que acariciaba con dulzura su piel y sus cabellos. Contemplando con fervor aquel rostro puro y cándido de mirada penetrante, un vago recuerdo me sobresaltó y me turbó; era algo remoto, una sensación olvidada pero no ignota. Quedé paralizado por un instante, como si estuviera hechizado. Paulatinamente, fui notando un violento arrobamiento, una sensación de paroxismo me penetraba con furor y me descontrolaba el pulso. Algo hervía en mi interior y me abrasaba. Mi corazón latía cada vez con más violencia. Agotada mi resistencia, bajé la vista y simulé volver a la lectura. Me sentía completamente azorado, no había respuestas en las disertaciones de Montaigne para racionalizar la naturaleza de los hechos y su significado. Pasaba las páginas con violencia y empecé a subrayarlo todo compulsivamente. Todo me parecía importante (es decir, nada me lo parecía). A los pocos segundos, dejé de subrayar y apoyé la cabeza en la palma de mi mano derecha fijando la vista en el paisaje que podía contemplar a través de la ventana, sin verlo. Estaba confuso y conturbado. Dispuesto de nuevo a enseñorearme de la situación, con convicción firme pero vana, volví a la lectura sin poder evitar alternar efímeras miradas de soslayo hacia la muchacha. Su enfoque había cambiado: ahora miraba a través cristal con un ademán que parecía abstraerla de todo. Aquella ternura juvenil, aquel rostro diáfano tan soberanamente bello y dulce me sobrecogía, acelerando violentamente el latido de mi corazón nervioso. Los minutos pasaban y las paradas se sucedían unas a otras con avidez. La chica no volvió a mirarme –al menos eso pensé-. En cualquier caso, nuestras miradas no volvieron a encontrarse. Al rato se bajó del tren en la parada que precedía a la mía y siguió su camino por la estación. Mientras la veía alejarse algo me sobrevino: bajo el brazo llevaba la carpeta de mi facultad, la misma con la que me habían obsequiado el día de la matrícula. Una especie de gozo salvaje se apoderó de mí engendrando esa llama vigorosa ilusoria e irracional de la esperanza. Mi “yo consciente”, subyugado por completo ante aquella avalancha de lujuria y ensoñación, intensificaba esfuerzos de contención. Con total espíritu de abnegación, mi conciencia heroica finalmente logró persuadirse de la insensatez de lo acaecido. A la fría luz de la razón, surgió de nuevo la necesidad de retomar la rectitud y el control bajo la estela de la serenidad, la disciplina y el autodominio, desmantelando toda falsa ilusión y negando por completo cualquier ademán de fe sentimental.

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