domingo, 3 de julio de 2011

La felicidad del vanidoso

La felicidad es una búsqueda personal que no entiende de peajes ni de recetas. Que lejos estamos de ella cuando la buscamos en el viaducto de la fama, el éxito o el reconocimiento de los demás. Que confusión tan grande se da en la inconsciencia de muchos entre felicidad y gloria, y que caro resulta el peaje de la vanidad para ellos. Un peaje que lo condiciona todo, haciendo depender sus vidas de un propósito: engrandecer sus figuras, ser reconocidos, amados y homenajeados. Éste hecho los arroja directamente a una corriente insaciable y frenética de lujuria (un sentimiento que confunden con la felicidad) e insatisfacción permanente. Para el vanidoso, lujuria e insatisfacción son dos caras de la misma moneda que se van alternando en cada lanzamiento. El mismo reconocimiento lujurioso que satisface al vanidoso es el que genera en él la necesidad de una satisfacción mucho más intensa y desmesurada (asociada normalmente a un motivo grandilocuente). Quien edulcora el café con 4 cucharadas de azúcar y se acostumbra a esa dosis, no puede ya sentir el dulce y placentero sabor de la primera cucharada, ni el verdadero sabor del café. En este sentido, la tenacidad insaciable de las expectativas del vanidoso es la que le veda el placer del auténtico sabor del café, de esa conversación humilde y llana, de esas manos estrechadas con afecto o de esos brazos que nos rodean con ternura.

No hay neutralidad en la posición del vanidoso. Si algo le retrata es su capacidad para erigirse como pieza central de su entorno, como perspectiva dominante. De esta manera, el clima que genera nunca es sereno o apacible, sino más bien agitado e incómodo, como un día de lluvia en el que sus interlocutores deben decidirse entre desafiarla o ponerse a cubierto. El vanidoso no habla para conocer la opinión del otro, sino para ser escuchado y reconocido por el otro. Por eso bien poco le importa ser laureado por un talento que en realidad no posee o por un saber formado a partir de retazos de conocimientos tomados al vuelo, es decir, aislados, inconexos y descontextualizados. Si la imagen proyectada de persona docta en materia ha surgido su efecto, ninguna importancia tiene para él que sus conocimientos tengan o no un fundamento real. Para él la vida es una escenario, una representación continua y su sentido lo marca es éxito de su función. En este sentido, la vanidad es por encima de todo una inflamación interna, un estado febril –normalmente de refinada compostura- cuya necesidad alude siempre a un saco sin fondo. Es una llama que nunca se apaga, que se retroalimenta a si misma y que busca sus propios materiales para seguir ardiendo con la mayor intensidad posible. Unos materiales que el vanidoso no encuentra única y exclusivamente en el terreno de la grandilocuencia, sino también en las zonas suburbiales. Porque, ¿acaso no es loable la generosidad, humildad y sencillez del hombre rico? ¿No aumentan dichos atributos su fama y reconocimiento? Todos estamos cansados de los dictadores del “ayer”, por eso los héroes del “hoy” –más ricos y acaudalados que los del “ayer”- se presentan ante nosotros con piel de cordero, con la bandera de la modestia, el altruismo o la sencillez, sabiéndose así más reconocidos y vanagloriados por el rebaño. Sus discursos morales se acercan al débil, se compadecen de él y le prometen luchar por un mundo mejor mientras se aprietan la corbata y afinan su voz. Así se viste la nueva dictadura moderna: con los humildes ropajes de la democracia, un montaje que vemos desde el escaparate sin tener ni idea de cómo se han elaborado esos maravillosos trajes. Des del escaparate escogemos y ya nada pintamos allí. Sólo nos queda seguir nuestro camino en círculo para volver al escaparate cíclicamente, cada cuatro años. Desde dentro, los lobos se ríen maliciosamente, se homenajean los unos a otros inflamando su ego, regodeándose en su poder a la par que siguen diseñando nuevos trajes que puedan seducir a los que pasan por el escaparate.

En realidad, de las diferentes vestimentas del vanidoso podríamos llenar interminables volúmenes, deconstruyendo al mismo tiempo la infinidad de máscaras con las que éste puede presentarse ante nuestros ojos. Para reducirlas todas a un marco común, podríamos decir que todas comparten una misma actitud egoísta, enferma, inconfensable, hipócrita y lo que es peor, insatisfecha. Porque como hemos dicho de inicio, la felicidad no entiende de fórmulas ni de peajes. Aunque el vanidoso no lo sepa, sus ropajes no son más formas de hipotecarla, de convertirla en un laberinto inaccesible. En el abrazo, en la paz de un simple paseo o en la ternura de unas palabras candorosas, allí podemos reencontrarnos con ella todos los días, con el corazón abierto y los sentidos bien despiertos.

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