miércoles, 29 de junio de 2011

Agazapado en la oscuridad

Si en cada uno de nosotros existe una necesidad intrínseca puramente individual de buscar la felicidad, ¿por qué sometemos toda nuestra voluntad a la inercia más absoluta y reglamentada de lo común? o lo que es peor, ¿por qué ponerla al servicio de unos mercados que la instrumentalizan y aniquilan cualquier tipo de iniciativa libre e individual? De tales instituciones de poder nacen las VERDADES, prejuicios tan demoledores, como la fórmula de felicidad y consumo a la que todos debemos someternos para ser felices. Lo admitamos o no –todo depende de nuestro grado de sumisión- la fórmula existe y la mayoría de nosotros renunciamos a lo que somos –o a la que podríamos ser y nunca sabremos- sometiéndonos completamente a ella. Lo más triste del asunto, es que la mayoría ni siquiera se percatan de lo sometidos que están. En ésta fórmula han nacido y en ella se ha desarrollado su conciencia -o su falta de ella-.

De niños han jugado, han desplegado las alas de su imaginación y fantasía hasta que un día sus tutores les han advertido que deben dejar de hacerlo. Ahora se trata de madurar, de convertirse en un adulto, o dicho de otra manera, de censurar a ese niño que llevamos dentro, amenazándolo del peligro que corre de permanecer en ese estado. Día tras día, el adulto siente el temor de la espada de Damocles que pesa sobre su alma. Así es como forzosamente llega a entender que el universo de ficción y fantasía de su niñez, no tiene cabida en el mundo en el que habita. El niño debe ser morigerado. ¿Para que? se pregunta día tras día. Para trabajar, para ser responsable, para cumplir con su deber, para procrear. En definitiva, para honrar a la larga tradición de las instituciones. La vida no es un juego, por eso hay que enseñarle al niño que la maduración consiste en aceptar el curso natural de las cosas, es decir, en someterse. Pero el niño no se calla, no se resigna. Obedece, pero no comprende el sentido ni el motivo. Actúa pero no puede desoír a su espíritu. Sus preguntas sobre el sentido de sus actos son frecuentes, pero pronto aprende a entender que éstas no tienen sentido, que no son más que brechas, síntomas de debilidad que el sistema no contempla. Por eso hay que evitarlas, hay que dejar de cuestionarse que las cosas podrían ser de otra manera. La infancia es irrecuperable, el adulto lo sabe. Sabe que en una vida basada en la autoridad de las instituciones no puede haber resquicio para la duda, la rebeldía o la inventiva. Las catedrales ya están construidas, con su forma dimensión y tamaño. También los ritos que en ellas se explicitan día tras día. Sólo dentro de las catedrales el adulto puede ser alguien especial, un triunfador, un santo, un héroe, incluso un dios (a condición que sus sueños resuenen siempre bajo las cuatro paredes del edificio). Cualquier brote de libertad, cualquier intento de fuga, de atravesar los muros, de recuperar su infancia, su libertad, debe ser domado bajo la tutela del DISCURSO. Y en el caso de que la rebeldía persista, una prisión todavía más honda puede ser la única vía para la COMPRENSIÓN. Tras un segundo encierro el niño mantiene un efímero silencio. Pronto le invade la tristeza y la agonía. Sus llantos evocan la imposibilidad de resignarse, de aceptar la absurda sistematización de este mundo. El adulto se acerca a él, dialoga serena y diplomáticamente, intenta estrechar su mano con educación y cortesía. El niño le mira, primero desafiante, luego con lástima. El adulto le abre la celda para acercar posturas persistiendo en sus intentos de diálogo. EL niño reniega de él, le desprecia sus patéticas formas y modales, con una mirada silenciosa y punzante. Exhausto, el adulto vuelve a encerrarle con llave y candado. Su fórmula no ha dado resultado. Muy pronto los gritos del niño vuelven a resonar con un estruendo insufrible en las paredes auditivas del adulto. Por un momento se detiene, piensa en el niño –en realidad nunca ha dejado de pensar en él- y una profunda nostalgia le invade. Por un momento su coraza se resquebraja, un escalofrío le recorre el cuerpo. ¿Dejarle escapar? ¿Romper con todo? piensa en un instante de enajenamiento y desaforada lujuria. Inmediatamente, sus instintos son morigerados por el yugo de la razón. Que poco ha tardado en reconocer la insensatez de sus fantasías. En el espejo de su habitación se mira, se ríe de si mismo, de su imperfección. Todos tenemos momentos de debilidad, de locura- piensa en un instante de sosiego. Su evasiva mental ha dado resultado, le ha servido de desahogo. Sin embargo, que poco tardan a aflorar sus remordimientos, ese malestar interior que le azota en su fatigosa y precaria existencia. Los gritos del niño retumban de nuevo con la fuerza irrefrenable de una estampida. El adulto sale de su habitación, por la calle camina y vuelve a mirarse a un espejo. Ahora se siente cobarde, insulso, insignificante, se sabe uno más en la manada. ¿Acaso tiene sentido plantearse una alternativa? Se pregunta. Para compensar su falta de valor, acude al infalible refranero popular: “mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer”. En realidad lo malo por conocer no es otra cosa su propio “yo” ese niño al que ha desterrado, pero que se mantiene al acecho día tras día, esperando el momento en que el adulto se derrumbe por completo. Pues el niño es la ilusión, la esperanza, el anhelo infinito, sentimientos sin los cuales el adulto no podría sobrevivir. Por eso de vez en cuando necesita bajar a la celda del niño, a visitarle y acercar posturas. Sin embargo, lo que encuentra es bien distinto a lo que fue antaño. Ese niño que creía en un amor apasionado y perenne, en un mundo guiado por la paz y altruismo, por la equidad y el sentido comunitario se ha extinguido. Ahora su imaginación y creatividad tienen que vivir agazapas en la oscuridad de los arbustos, brotando como los cánticos de los grillos en medio de la noche. El adulto sabe que ese mundo primigenio ya no existe, que no vale la pena luchar por él. Con esa excusa se resigna a vivir bajo las leyes de lo pactado alertando su vida común con las fugaces visitas a la celda del niño, a esa fuente de ilusiones pasajeras que le consuelan para seguir resistiendo. Porque aunque viva en una celda o entre matorrales, agazapado en la oscuridad, al niño le arropa siempre un manto de estrellas y su cara se ve reflejada por el claro de luna. Su imaginación –esa fuente inagotable de vida- navega siempre por los mares de Ulises, por los mundos de Don Quijote. A ella se acoge su espíritu rebelde y libre. Ella es su gran tesoro. Por eso debe ser censurada por los adultos, condenada a observar el mundo sólo a través de los matorrales, de los barrotes, en la oscuridad alumbrada por el claro de luna.

No hay comentarios:

Publicar un comentario