jueves, 23 de junio de 2011

La otra orilla del río

Al día siguiente, salí temprano por la mañana en dirección al Pirineo. A medida que me aproximaba a la espesura verde de aquellos bosques y a la majestuosidad de las montañas, empecé a sentir una sensación catártica muy intensa de placer y descarga. Unos kilómetros más adelante, con muchas más ganas de caminar que de conducir, aparqué el coche en un terreno adyacente al bosque y me adentré por una alfombra verde de césped rodeada de plantas y árboles por todas partes. En aquel instante, sentí que no podía existir en el mundo soledad más reconfortante. El crepitar de las hojas al caminar, el gorjeo de los pájaros, el olor a hierba humedecida y el murmullo del río que circulaba en un camino paralelo, me revitalizaba el espíritu. Apartando algunas ramas y tomando un sendero que descendía ladeando hacia la izquierda, fui percibiendo con mayor intensidad el rumor de aquel torrente de agua. El camino se fue comprimiendo hasta llegar a una zona saturada de plantas y ramas que había que sortear para seguir avanzando. Unos metros más allá, tras apartar un espeso matorral, una apertura infinita se presentó ante mis ojos. La imagen que apareció, era la de un paraíso de peñascos, árboles y plantas circundado por una fuerte corriente de agua que sorteaba piedras y rocas saltando y serpenteando para proseguir su camino. Me senté en un pedregal del lateral del río y anduve unos minutos contemplando la maravilla de aquel entorno. Tomé algunas piedras y observé su fisonomía. Las había con infinidad de formas y tamaños. Lo mismo se podía decir de la variedad de plantas que me envolvían. En aquel bullicio de vida se daba una multiplicidad asombrosa de tonalidades, formas y sonidos.

En un instante imprevisto pensé en mi mundo, en la realidad material y consumista de la que provengo y una profunda sensación de melancolía se apoderó de mí. En ella todo es diferente, todo se degrada a una velocidad vertiginosa y el valor de cualquier objeto queda asociado a la novedad y a la transitoriedad de una moda que marca la cumbre de su éxito. En este sentido, el mismo objeto que en un determinado momento está en la cima de su valor, puede quedar relegado a la más absoluta marginación e indiferencia en un breve espacio de tiempo. Así es como funciona nuestra frenética sociedad de consumo: valorizando y devalorizando sus objetos hasta convertirlos en despojos, en harapos inservibles condenados a compartir espacio con otros objetos desahuciados en el cuarto trastero, o en el vertedero de basuras. Lo sabemos pero somos adictos al consumo, por ello suplantamos con frialdad e indiferencia un objeto por otro, una amistad por otra, una pareja por otra y todo sigue igual. Todo avanza bajo la tutela implacable de lo mercantil que convierte no sólo los objetos, sino también gran parte de las relaciones humanas en mercancías de interés e intercambio.

En este mapa, es incuestionable que el dinero y el consumo ocupan de manera devastadora un lugar central en los intereses vitales del hombre y generan en él una dependencia tan terrible hacia su cultura, que le incapacita para ver más allá del punto de mira de la sociedad consumista. De este modo, gran parte de las personas, devienen instrumentos generadores de riqueza, peones ciegos de consumo cuya única función es mantener un sistema imparable de novedades y ruinas. Ese dinamismo imparable y frenético basado en criterios puramente mercantiles es el que atrofia nuestra capacidad para observar y percibir la belleza, la serenidad y el valor perenne de un entorno natural.

Sentado en el pedregal del río, observo la montaña rodeada de pinos que tengo enfrente y la admiro con toda la potencia de la que soy capaz. Siento que en ella se halla el verdadero sentido de la belleza, la paz y la armonía de mi ser. Que distinta es su verdad de la nuestra. Mientras nosotros nos agarramos desesperádamente a lo fugaz, a lo falaz de nuestro mundo contaminado de artificio y poder, ella se mantiene imperturbable, indiferente a todo. En nuestro mundo, el éxito y el fracaso son dos caras de la misma moneda, igual que el placer y la insatisfacción o la riqueza y la pobreza. Nunca hay plenitud porque todo depende de un objeto externo a ella misma que le otorga sentido. En la naturaleza la plenitud es ella misma, por eso su sentido es absoluto. Entonces, ¿por que seguimos anclados en un mundo consumista que progresivamente tiende a ser cada vez más artificioso y antinatural? Es comprensible que el hombre necesite vivir en una comunidad humana a partir de la cual pueda desarrollar su intelecto y unos valores vinculados a la justicia, el respeto o sentido colectivo. Sin embargo, lo que nunca debería entenderse como natural, es lo que en realidad ha sucedido: que la civilización sea una antítesis de la madre naturaleza, un espacio a partir del cual se contemple la naturaleza con una mirada instrumentalizada que parece responder a preguntas del tipo: ¿me podría hacer una casa aquí?, ¿se podría convertir esto en terreno urbanizable? Lo hayamos olvidado o no, nosotros somos ella, por eso cuando el hombre maltrata a la naturaleza, en realidad se está maltratando a si mismo. Que triste resulta que la gran masa común civilizada se olvide de sus raíces y acepte un sistema que le sume en una dinámica imparable de efímeras necesidades superfluas vinculadas a la más absoluta insatisfacción.

Mientras sigo con mis divagaciones, a la otra orilla del río diviso un vehículo que aparca en el arcén de la carretera. De él se apean un niño con sus padres. Los tres van bien vestidos, como si la idea fuera salir a comer cumpliendo con el ritual de un domingo al mediodía. El hombre toma la delantera con paso ágil y decidido. Se acerca a la orilla, se agacha y sumerge su mano en el agua. Un escalofrío de satisfacción parece recorrer su cuerpo a juzgar por la temperatura del agua y la expresión que aflora a su rostro. La mujer se mantiene inmóvil a unos metros de distancia, con la mirada extraviada y una mueca de indiferencia en su rostro. Como si aquello no fuera con ella, como si sólo esperara a que su marido cumpla un vulgar e insustancial capricho. Los minutos pasan y la familia sigue allí. La actitud del niño empieza a mostrar notorios síntomas de aburrimiento e inquietud. Allí no hay nada, sólo piedras y árboles. Se mueve para un lado, para el otro, se impacienta, busca algo con que distraerse pero no lo encuentra. Nada puede hacer: el agua está demasiado fría y su ordenador se halla prisionero en el asiento trasero del coche. Volteando la cabeza, el niño observa con pesadumbre el vehículo a unos metros del río. Allí se encuentra su objeto de deseo, el único móvil que puede evadirle de la sensación de aburrimiento que progresivamente se va apoderando de él. –Cuando nos vamos papá- pregunta levantando la voz con impaciencia mirando hacia el coche. Sus sensaciones irrefrenables de ansiedad y angustia se multiplican con el paso de los minutos. Salta, patalea y se acerca a la madre sumamente airado. Quiere el ordenador pero el coche está cerrado. El padre ni se inmuta ante la actitud quejicosa del niño. Su mirada recorre aquel entorno con serenidad, como si una coraza indestructible le protegiera. Unos metros atrás la madre también empieza a impacientarse. Los lloros del niño, el calor, los picores, los tacones… Un gesto con su mano derecho delata su irritación. Como si una clan de insectos la hubiera atacado, se frota con violencia los brazos y el cogote. A la protesta airada del niño se suma la de la madre. Ambos coaccionan al padre con insistencia. Éste parece resistir las invectivas de su familia evadido en una pose asombrosa de tedio y relajación. Aquello me deja asombrado. ¿Realmente puede sentir paz interior en aquella situación? me pregunto. De repente, el niño, absolutamente enajenado y descompuesto le da un puntapié al padre en la pierna izquierda. La madre, lejos de recriminar la actitud del niño, prosigue con sus invectivas. –¿Es que no oyes a tu hijo o que? Haz el favor de moverte que esto ya no hay quien lo aguante-. -Ahora nos vamos responde el padre con aparente calma mientras se aparta unos metros a la derecha de su familia. Fuera de si, el niño se aleja corriendo hacia el coche y se abalanza sobre la ventanilla de la parte trasera aplastando sus mejillas en el cristal. Una leve sonrisa asoma a su rostro al recuperar en el ángulo de visión su objeto de deseo. En un instante, a ese leve estado de satisfacción, se adhiere una perturbación mucho más acentuada que antaño. EL mono irresistible de usar el ordenador le invade y empieza aporrear los cristales del vehículo con los puños cerrados en un llanto desconsolado. La madre desesperada se acerca al padre y le pide la llave del vehículo. El padre se la da sin mirarla a la cara. La madre se aleja y se encierra en el vehículo con su hijo. Uno con el ordenador, la otra retocándose en el espejo. Ambos parecen recobrar la serenidad. El padre sigue de pie, indiferente a todo y observando el entorno. Por un instante me invade una extraño pensamiento, como si el padre se estuviera debatiendo entre la vida y la muerte, entre volver a ese coche o lanzarse al río y fundirse con un entorno que añora profundamente. Finalmente se da la vuelta y se dirige hacia al coche con paso lento y abatido. Al abrir la puerta del vehículo se escucha la voz de la madre. –Hombre, ya era hora- afirma con total indignación. El niño ni se inmuta, sus ojos están petrificados en la pantalla y su espíritu vuelve a tener cadenas.

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