lunes, 20 de junio de 2011

El turista y el viajero

Partimos de una gran confusión: la de medir con el rasero de lo útil todas nuestras acciones y decisiones. ¿Para que arrojar el tiempo por la ventana conduciendo por serpenteantes e incómodas carreteras de montaña cuando podemos acortar distancia y ganar en confort y seguridad conduciendo por la autopista? se pregunta retóricamente el turista mientras pone su Mercedes a 140 Km/h sin apenas rozar el acelerador. Esa es la actitud que distingue al turista del viajero. Si el primero tiene siempre un motivo y una justificación coherente para todo lo que acontece en su vida, el segundo -movido por una incesante afluencia pensamientos y sensaciones- halla en la mayor parte de sus decisiones -marcadas en gran medida por el instinto y el deseo- una apertura permanente hacia la improvisación y hacia las selvas más hondas de su ser, aquellas a las que sólo accedemos de un modo imprevisible e inopinado. El viajero se busca a sí mismo en el transcurrir de su vida, busca una plenitud que sólo resuelve en la transitoriedad de una estación efímera que sirve al mismo tiempo para reafirmar la necesidad de una nueva búsqueda. Nada permanece para el viajero, nada queda resuelto bajo una fórmula de satisfacción plena e imperecedera. La intermitencia de sus momentos de gloria, apatía, melancolía o profunda tristeza es absoluta. El viajero ha alcanzado cimas y abismos que el turista no ha llegado a rozar ni con la punta de los dedos. Mientras uno desciende, asciende y serpentea por todo tipo de senderos, el otro circula en línea recta por una autopista confortable y saturada de peajes económicos, políticos y convencionales. Se podría decir que los dos están de paso, aunque en la matización de este hecho se distingue el abismo real existente entre ambas posiciones: si para el turista sus peajes transcurren uno detrás de otro con fluidez e indiferencia, para el viajero cada peaje es distinto y los hay que le cuestan la vida, que le arrancan con violencia una parte de su alma para no devolvérsela jamás. Si el turista nace y muere una sola vez, el viajero nace y muere en múltiples ocasiones.

El turista trabaja, viaja, lee, se casa… cumple con su deber siempre como turista. No hay introspección ni examen personal en sus acciones, pues allá donde va, el turista siempre está de paso. De hecho, se podría decir que el turista está de paso por la vida, pues quien no penetra en nada, no se vincula a nada y por lo tanto no tiene nada que perder, ni nada de que arrepentirse. Un coche por otro, una pareja por otra, un divorcio, un nuevo matrimonio, un nuevo trabajo, nuevos amigos, nuevos trajes, nuevas corbatas… Todo sigue igual. El turista trabaja para pagar sus facturas, lee porque debe examinarse de algo, viaja porque está en el periodo vacacional, o lee y viaja para presumir de algo que conlleva estatus y reconocimiento social. En realidad, todo se reduce a un sentido deductivo tautológico, pues en el telón de fondo de las acciones del turista, existe un mapa general perfectamente coherente y pragmático, preestablecido de antemano. Por ello, aunque viaje, estudie, trabaje o salga a pasear, el turista nunca se mueve de su sitio, nunca sale de la misma autopista. Su estatismo espiritual le condena a no viajar nunca más allá de las fronteras que ha trazado en el planning de su vida. El turista sabe lo que quiere de antemano, por eso haga lo que haga, vaya donde vaya siempre encuentra lo que había ido a buscar. El único debate de su existencia siempre ha girado entorno a una decisión definitiva marcada por una radical dicotomía en la que debe posicionarse. Izquierdas o derechas, éxito o fracaso, campo o ciudad, mar o montaña, capitalismo o comunismo, empresario o funcionario, ciencias o letras, Madrid o Barcelona, Irene o Margarita… EL turista sabe que debe elegir y lo hace con convicción férrea. Cuando la discriminación está hecha y el dilema se ha resuelto favorablemente, al turista sólo le queda apoyar ferviente y religiosamente la opción de vida que ha escogido tachando la otra de enemiga y opositora. El círculo se ha cerrado y no puede haber matices ni ambigüedades, pues el sentido de su elección está determinado por valores vinculados a un poderoso grupo de poder. En este sentido, lo que está en juego no es la verdad, la coherencia o la virtud, sino el poder y la comodidad de una vida sistematizada. Por ello, si el turista se ha decantado por la derecha, abominará de cualquier decisión política tomada desde la izquierda con independencia de cualquier criterio. Si su opción ha sido el capitalismo, jamás viajará a un país comunista; o si lo hace, lo hará bajo la fórmula capitalista: reafirmando su posición de superioridad respecto al enemigo y resguardándose en aquellos lugares donde la huella capitalista sea evidente. Si su opción es el mar, su paso por la montaña sólo ratificará el aburrimiento, el hastío, la soledad y la falta de estímulos que acompaña a cualquier paisaje de montaña. Si su opción es Barcelona, todo lo que provenga de Madrid será censurado indefectiblemente por la montaña infinita de prejuicios que provienen de su capital preferente. Si ha estudiado una carrera de ciencias, desprestigiará las letras tachándolas de anacrónicas o superfluas para la sociedad actual. En definitiva, ajenos o no a la vida, los principios del turista tienen un fundamento real en un gran colectivo poderoso y reconocido como tal que garantiza esa dosis de seguridad y propiedad de la que su personalidad adolece. Dicho de otra manera, le garantiza una miseria estabilizada que puede reproducirse con facilidad a sus generaciones venideras. El turista sabe lo que tiene, lo que quiere y por lo tanto, sabe lo que debe transmitir a sus herederos. Por contra, el viajero no sabe lo que quiere, en todo caso, sabe lo que no quiere, un hecho que le lleva irremisiblemente a combatir contra viento y marea a los grupos de poder contra los que reiteradamente muestra su discrepancia y, sobre todo -y esto es lo más importante- el viajero sabe que la pugna principal de su vida, es la que debe mantener consigo mismo. El viajero sabe de la insaciable búsqueda de plenitud que nunca cesa y que acarrea momentos de pasión, melancolía, dolor, soledad e incertidumbre entre muchas otras cosas. Ninguna cima que se haya alcanzado puede perdurar, por eso el descenso y el ascenso se complementan el uno al otro para el viajero como caras de una misma moneda.

P:D: Espero que si algún viajero lee este texto, entienda el sentido de una dicotomía puramente metafórica o simbólica y no caiga de nuevo en una nueva tramposa discriminación.Porque ¿no somos todos (en mayor o menor grado) un poco viajeros y un poco turistas? :)

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